La práctica iniciática operativa

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Sala-XX: Espiritualidad y Masonería

LA PRÁCTICA INICIÁTICA OPERATIVA

La utilización de símbolos verbales (mantras), gestuales (mudras), y visuales (yantras o mandalas)

¿Poseía la masonería de los siglos XVII y XVIII alguna técnica singular de meditación que utilizara los símbolos como soporte? ¿Practicaban los masones de la época alguna forma específica y propia de concentración? Alguna pista puede deducirse de las reuniones preparatorias que llevaron a la redacción de la Bula In Eminenti de 28 de abril de 1738 que excomulgaba a los masones. Concretamente, el 25 de junio de 1737 el Papa mantuvo con algunos cardenales un consistorio monográfico sobre unos informes de la Inquisición de Florencia relativos a la masonería. En dicha reunión se informó de que “en Florencia sostenía la Inquisición que bajo este asunto podía esconderse un oculto Molinismo o Quietismo”. El periódico londinense Gentleman´s Magazine de 18 de julio de 1737 se hizo eco de esa acusación al publicar que “la Sociedad de los Francmasones, últimamente descubierta en Florencia” causaba mucho ruido porque “ellos pasan allí como Quietistas”. Y el periódico berlinés Vossische Zeitung, en su número 85 del año 1737 dio cuenta de la información de su corresponsal en Lombardía acerca de la acusación formulada por el Santo Oficio de la Inquisición contra los masones toda vez que “era preciso que existiera un oculto Molinismo o un secreto Quietismo”. Recordemos que las obras del jesuita Miguel de Molinos sobre el método contemplativo no fueron nunca condenadas por Roma.

Ya un verso del Manuscrito Regius, redactado en torno al año 1390, recuerda al aprendiz que debe “guardar y ocultar” la enseñanza de sus maestros, “los secretos de la cámara”, lo que se haga y diga en la logia, y no revelar nunca “los consejos de la sala, y también los del bosque”. Esta dicotomía entre las palabras de la sala y las del bosque o cobertizo ¿establecían una diferencia entre los secretos técnicos del oficio recibidos en la sala, y la transmisión de una enseñanza operativa “esotérica” recibida en el bosque?

Al menos desde principios del XVII se le suponían al maestro masón ciertas facultades y poderes mágicos. Así, un poema de Henry Adamson titulado The Muses Threnodie (El Lamento de las Musas) escrito en 1638, atribuye facultades extraordinarias al masón:

“Porque lo que presagiamos no es trivial,

pues somos hermanos de la rosacruz;

poseemos la Palabra del masón, y la segunda visión,

las cosas futuras podemos predecir con precisión”.

Aunque la literatura de esos años asociaba esa segunda visión del maestro masón con la precognición, la videncia e incluso con la facultad de ver a ciertos seres elementales de la naturaleza (hadas, ondinas, nereidas, etc.) invisibles a los ojos humanos ¿cabría suponer que tal vez esa segunda visión hiciera alusión a un estado mental que se alcanzaba tras largos periodos de meditación.

Por esos años aparece la expresión Palabra del masón (Mason's Word) referida al poder que se transmite al masón mediante una palabra (¿Boaz?, ¿Jakin?, ¿Yahveh?). Un testimonio fechado en 1653 explica que la capacidad de los masones para reconocerse a través de ciertas palabras o gestos era considerada por los ignorantes como algo sobrenatural, y para otros, más propia de prestidigitadores. Por su parte, otros textos coetáneos consideraban que la Palabra del masón era una costumbre o misterio judío. Así, en 1689 el Dr. Stillingfleet, obispo de Worcester “consideraba que la Palabra del Masón era un misterio rabínico”, y un texto escocés de 1691 explica que el misterio de la Palabra del masón, “se parece a una tradición rabínica, a la manera de un comentario sobre Jakin y Boaz, los dos pilares levantados en el templo de Salomón”, columnas que reciben su nombre de dos personajes veterotestamentarios vinculados al rey David. Recordemos que religiones como la judía o la cristiana afirman que la pronunciación de ciertos nombres del Antiguo Testamento, considerados sustitutivos del nombre de Dios, podían ser soporte o vehículo de Ruah ha-Kodesh (Espíritu Santo). Y notemos igualmente que durante el siglo XVII fue cada vez más perceptible la influencia de la Cábala en los ritos masónicos.

Otros textos de la época explican que el perfecto masón conocía todas las Artes, especialmente la Geometría, y dominaba el lenguaje universal de los masones (¿las matemáticas?) ¿Se aludía con ello a una gnosis o conocimiento de las realidades suprasensibles? Lo cierto es que la letra G (inicial de la palabra Geometría) es también la inicial de God (Dios) de manera que, al asociar fonéticamente iod y God, la G servía como letra sustituta de la iod hebrea (י), que es la inicial del nombre de Dios YHVH (הוהי), pues, a fin de cuentas, el lenguaje universal es el de la religión universal a la que “pertenecemos los masones” y, más específicamente, el idioma-llave que faculta para entender todas las cosas.

Algunos documentos y catecismos masónicos presumían de que el maestro masón poseía el poder de Abrac (del hebreo ha-baraq, o árabe el-baraq), el poder del rayo, o más propiamente, un don o gracia (del hebreo barak, bendecir, de la raíz brk, rodilla, arrodillarse, o el árabe baraka) que, según los judíos y musulmanes, otorgaba al así bendecido el poder de realizar milagros, volar (desplazarse por los estados múltiples del ser), leer el pensamiento, sanar enfermos, resucitar (iniciar) a los muertos (profanos), etc. Así, en un breve catecismo masónico que circulaba en 1696 se explicaba que los masones

“Ocultan el arte de encontrar nuevas artes, y eso es para su propio beneficio y alabanza; ocultan las artes de guardar secretos, para que así el mundo no pueda ocultarles nada. Ocultan el arte de hacer maravillas y de predecir las cosas venideras, para que esas mismas artes no puedan ser usadas por los malos con un fin maligno. También ocultan el arte de los cambios, el modo de ganar la facultad de Abrac, la habilidad de hacerse buenos y perfectos sin intervención del miedo ni de la esperanza, y el lenguaje universal de los masones”.

Algunos estudiosos han vinculado esta tradición prodigiosa atribuida a los masones del siglo XVII con los poderes y conocimientos que, según la Fama Fraternitatis (1614), tenían los rosacruces; curación de enfermos, don de lenguas, posesión de un conocimiento universal, etc. En realidad, todo ello no hace sino atribuir a estos personajes ciertos dones del Espíritu Santo tal y como aparecen descritos en el Nuevo Testamento; “A unos Dios les da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otros, por el mismo Espíritu, palabra de ciencia; a otros, fe por medio del mismo Espíritu; a otros, y por ese mismo Espíritu, dones para sanar enfermos; a otros, el hacer milagros; a otros, profecía; a otros, el discernir espíritus; a otros, el hablar en diversas lenguas; y a otros, el interpretar lenguas” (1 Cor. 12, 8-10).

¿Acaso todo este repertorio de poderes y facultades atribuidas inicialmente a los rosacruces y luego a los masones eran solo invenciones propaladas interesadamente con el propósito de aumentar el halo de misterio, prestigiar la Orden y reclutar adeptos? Es muy posible. Pero, aunque algunos masones utilizaran el maravillosismo con esos fines, también es cierto que, para otros masones, ya fueran los responsables o meros conocedores del volcado de la Cábala en los rituales masónicos, la teúrgia y la taumaturgia eran algo más que un deseo o una entelequia; eran una convicción.

 Toda práctica iniciática se sirve de los símbolos. Concretamente, de símbolos verbales (mantras), gestuales (mudras), y visuales (yantras o mandalas);

 

Símbolos verbales

Respecto a los símbolos verbales, dado que el universo fue creado por la Palabra o Verbo de la Divinidad, tal vibración sigue resonando por todo el cosmos, lo cual determina ciertas armonías y ritmos. En la medida en que reflejan energías objetivas de diferentes estados del universo, los verdaderos mantras son sonidos preexistentes y, por tanto, no son inventados, sino “descubiertos” o “despertados”. Por tanto, son una forma de lenguaje universal integrado por onomatopeyas primigenias que pretenden imitar o reproducir ciertas vibraciones de naturaleza supraindividual. Debido a la ley de acciones y reacciones concordantes, quien pronuncia tales mantras y demás sonidos místicos, puede atraer las influencias celestes al entrar en resonancia con esa vibración primigenia. Tales fonemas son soporte o ayuda para la contemplación porque su recitación constante puede facilitar que la consciencia del recitador penetre en los niveles en donde se origina tal sonido místico. Según esto, el mantra no se aprende en los libros, sino que solo puede ser transmitido una vez vivificado o activado con la pronunciación adecuada y con la orientación mental correcta (con el pensamiento puro o unificado). Ello requiere de una técnica específica que, lógicamente, solo poseen aquellas personas que han alcanzado ciertos estados contemplativos o, dicho en otros términos, se encuentran en similar frecuencia de vibración con el sonido primordial o Palabra.

La repetición (japa) del mantra tiene su equivalente en la tradición judeo-cristiana; es el caso de la recitación o recuerdo del nombre de Dios (zakhar), o la salmodia judía (la recitación de los salmos), luego practicada por los primeros cristianos, que eran judíos conversos, de donde se extendió a la Iglesia oriental y posteriormente a Occidente; la letanía (del griego litê, súplica), la recitación de los nombres de Dios, o el rezo del rosario, pues “todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Romanos 10, 13 y Hechos 2, 21). En el Islam, también existen formas de oración breve, encantamiento y recitación rítmica y ritual de un nombre divino o fórmula tradicional (zikr, dhikr, wird); “Recuérdame y Yo te recordaré” (Corán 2, 152). En suma, el mantra hindú, la salmodia judeo-cristiana, o el dhikra musulmán, se han considerado medios verbales o vibratorios adecuados para entrar en resonancia con el sonido del Verbo Divino y atraer la Beraka, la Baraka o la Gracia.

¿Se practicaba en la antigua masonería alguna de estas formas o técnicas de recitación rítmica de un nombre sagrado? Algunos masones operativos consideran que “toda palabra, cada letra, crea una vibración de modo que la Palabra perdida del maestro masón es una llave para la ciencia de la magia”. Tal vez, a esa técnica de pronunciación o recitación correcta de la Palabra perdida aluden diversos textos y catecismos masónicos que describen la lengua como “llave”. Así, en el Misterio de la frac-masonería (1730) se explica que la llave de la logia (Alma-Templo) es la lengua (para producir sonidos rítmicos, es decir, letanías o encantaciones), que se encuentra “en la caja de hueso”, o en “una caja de marfil entre mis dientes” (mandíbula), que guarda los secretos y cuya invocación o pronunciación, efectuada con la orientación adecuada, puede facilitar al masón la resonancia con ciertos estados sutiles del Ser con los que penetrar en el Sancta Sanctorum (el alma). Las oraciones o invocaciones rituales en la apertura de los trabajos, la “circulación de la palabra de paso” entre todos los asistentes, la cadencia rítmica de los golpes de mallete, las triangulaciones de los diálogos y fórmulas rituales, las exclamaciones al cerrar los trabajos… todo ello estaba diseñado para que la atmósfera se cargara de influencias celestes que contribuyeran a reunir los disperso y encontrar o activar la “Palabra perdida”.

En el ámbito masónico encontramos símbolos verbales; las aclamaciones triples, las palabras de paso y, especialmente, las palabras sagradas de cada grado. Todas ellas, salvo contadísimas excepciones, son nombres hebreos tomados del Antiguo Testamento y alusivos a los nombres de Dios, razón por la cual los masones operativos consideraban que tales palabras permanecían “vivificadas”, es decir, cargadas de energía, de modo que su recitación o pronunciación con la debida disposición y con el ritmo y secuencia adecuadas, facilitaba la resonancia con el mundo sutil. Recordemos que toda la construcción Templo de Salomón, incluidas las dos columnas izquierda-norte y derecha-sur del atrio, y la asignación de sus respectivos nombres, Boaz y Jakin, se efectuó conforme a los planos revelados previamente por Dios (1 Crónicas 28, 19). Por tanto, los nombres de dichas columnas habían sido proporcionados por la Divinidad.

¿Existía una técnica o modo específico de transmitir y de recitar las palabras sagradas de cada grado? En algunos textos masónicos de finales del siglo XVII y principios del XVIII se menciona la práctica ritual de la circulación de la “palabra”, en voz baja y de la boca al oído; así, el manuscrito Edimburgo de 1696 explica que, tras el juramento del aprendiz masón, “todos los masones presentes murmuran la palabra entre ellos, comenzando de manera que finalmente le llegue al maestro masón, quien le da la palabra al nuevo aprendiz”. De esta manera, una vez circulada y cargada de influencias prodigiosas a través de todos los presentes, la palabra era transmitida al neófito para que le ayudara a abrirse a la comprensión de ciertas realidades… Semejante ceremonia acontece con el acceso al grado de compañero y de maestro; “los maestros murmuran la palabra entre ellos comenzando por el más joven, como antes”. Igualmente, el manuscrito Dumfries nº 4 ya citado, muestra al aprendiz cuál es la frase que ha de pronunciar al comenzar su trabajo espiritual -Yahveh auxilia-, pues es la que pronunció Hiram al colocar la piedra fundacional del templo de Salomón. En algunos rituales las invocaciones deben ir acompañadas de un balanceo corporal a la manera judía.

¿Qué utilidad tenían las palabras sagradas? Algunos masonólogos mantienen que las palabras sagradas de cada grado eran utilizadas como mantras. Con independencia de que ello fuera así, no obstante, también pudieron tener otra función similar a la que, ya desde época antigua y medieval, encontramos documentado en ciertos textos contemplativos; la de ayudar a mantener o recuperar la concentración durante la práctica meditativa. La propia tradición contemplativa cristiana atestigua el empleo de palabras activadoras del estado de Autoatención o de Presencia Interior. Por ejemplo, en el siglo IV, Casiano explicaba que la constante recitación de ciertas frases-fórmula antiquísimas ayudaban a mantener el estado de meditación y de contemplación, especialmente; “Oh Dios, ven en mi ayuda”, o “Señor, ten piedad de mí”, dado que, aunque procedentes del Evangelio de Lucas 18, 13, se hacían retrotraer al propio Adán. Y un desconocido monje inglés del siglo XIV aconsejaba a los que practicaban la meditación que eligieran una palabra corta para mantener la atención en la sensación de ser;

“Si quieres resumir dicha intención con una palabra, para retenerla así con más facilidad, elige una que sea breve, con preferencia de una sola sílaba. Cuanto más corta sea la palabra, mejor, pues más afín será a la tarea del espíritu. Que sea una palabra como «Dios» o «Amor». Con esta palabra golpearás la nube y la oscuridad que se hallan sobre ti. Con ella suprimirás todo pensamiento bajo la nube del olvido” (“La Nube del No-Saber” 7).

También en nuestros días, el abad trapense Thomas Keating, ha dedicado el capítulo V de su obra Mente abierta, corazon abierto: La dimensión contemplativa del Evangelio (1986) a explicar el sentido de la palabra sagrada en un contexto contemplativo:

La palabra sagrada sirve para facilitar la concentración y volver a ella cuantas veces sea necesario para distanciarnos del flujo mental. Por tanto, no hay que repetirla incesantemente, no es un mantra, sino un símbolo, una flecha, una señal que apunta hacia la dirección que nuestra voluntad desea; es sagrada porque expresa tu intención de abrirte a Dios, el Misterio Máximo que mora en nuestro interior. La palabra sagrada nos lleva más allá de nuestra consciencia psíquica, hasta Dios, no como si fuese una estatua o una fotografía, sino como una presencia dinámica.

Por tanto, concebida la palabra sagrada como símbolo activador de la Presencia o de la autoatención, es probable que así fuera empleada ya en la Edad Media por los masones operativos que recurrían a la frase; “Yahveh auxíliame”. Y con esa misma finalidad también pudieron emplear las palabras sagradas del grado respectivo, o su traducción al idioma natal; “Que él erija (Jakim) esta casa... con poder (Boaz) expulse de estas puertas a todos sus enemigos [los pensamientos]” (I Reyes 7, 21). Tal palabra activadora de la autoatención podía ser incluso una pregunta (p. e. “¿Quién es el Constructor?”). Así, uno de los más reputados advaitines de todos los tiempos, Sri Ramana Maharsi, explicaba que el método tradicional de meditación para recuperar la autoatención consistía en preguntarse insistentemente ¿a quién?;

“si surgen pensamientos, debemos investigar a quién le han acontecido. Por muchos pensamientos que surjan, ¿qué importa? Tan pronto como aparece cada pensamiento, si investigamos vigilantemente a quién ha acontecido, «a mí» será claro. Si investigamos «¿quién soy yo?», es decir, si volvemos nuestra atención hacia nosotros mismos y la mantenemos fijada firme y atentamente en nuestro ser auto-consciente esencial para descubrir qué es realmente este «mí», la mente vuelve a su lugar de nacimiento y puesto que con ello nos abstenemos de prestarle atención, el pensamiento que había surgido también se sumerge” (Nan Yar, 6).

En definitiva, las palabras sagradas, más que mantras, pudieron servir como lemas o llaves para facilitar la concentración.

 

Símbolos gestuales

La masonería los utiliza con profusión; los saludos, las baterías de aplausos, ciertos signos de estado… Cada grado masónico tenía asignado un toque manual de reconocimiento, un signo de orden, también llamado signo penal, y una forma específica de caminar ceremonialmente en la logia (signo pedestre o de marcha).

En cuanto al toque específico de cada grado, aparte de su función más conocida de servir de identificación o reconocimiento entre los masones, también parece reflejar una tradición cabalista que otorgaba especial importancia a los números y posición de los dedos de la mano. Recordemos que en la quirología sagrada hebrea y árabe, a cada falange de los dedos de las manos se les asigna una letra y un número de modo que, según las posiciones y agarres, se producen combinaciones de letras y números que forman palabras sagradas y, más concretamente, diversos nombres de Dios.

Los judíos asignaban las letras YH a la mano derecha, y VH a la izquierda, de manera que al unirlas sumaran el nombre de Dios; YHVH. Según uno de los rituales judíos más extendidos, tras el lavado de manos y otras purificaciones, los Kohanim extienden y levantan sus manos dejando cinco espacios entre los dedos, concretamente entre el dedo anular y el dedo medio de cada mano, entre el dedo índice y el pulgar de cada mano, tocándose los dos pulgares para dejar un espacio arriba y otro debajo de los nudillos de manera que se forme una retícula que sirva de soporte o ventana a la manifestación de la Presencia Divina (Sejiná) tras la bendición o invocación. Notemos que tal posición de los dedos reproduce la letra Shin (ש), un emblema de El Shaddai, “Dios Todopoderoso”.

Respecto al Islam, como explica René Guénon; “La quirología, por muy extraño que pueda parecer a los que no tienen ninguna noción de estas cosas, se relaciona directamente, en su forma islámica, con la ciencia de los nombres divinos: la disposición de las líneas principales traza en la mano izquierda el número 81 y en la mano derecha el número 18, o sea en total 99, el número de los nombres atributivos (çifûtiyah). En cuanto al nombre Allâh mismo, está formado por los dedos del modo siguiente: el meñique corresponde a la alif, el anular a la primera lam, el medio y el índice a la segunda lam que es doble y el pulgar a la ha (que, normalmente, debe trazarse en su forma “abierta”); y éste es el motivo principal del uso de la mano como símbolo, tan difundido en todos los países islámicos”.

También el cristianismo ha prestado atención a la posición del cuerpo durante la oración (en genuflexión, en postración o proskynesis, en píe con los brazos alzados o en cruz…) o de las manos (santiguarse, signarse y persignarse). Igualmente, existe una ciencia sagrada de posicionar los dedos de las manos, especialmente en los ritos de bendición y consagración, de la cual hay abundante reflejo iconográfico. Por ejemplo, en el rito romano de bendición con la mano abierta, se bajan los dedos anular y meñique (la doble naturaleza de Cristo) para que queden hacia arriba los dedos pulgar, índice y medio (la Trinidad) que, igualmente, también describen las iniciales del nombre de Jesucristo (IH - XC), así como el alfa y el omega (A - W). En el rito griego, cuando bendice el Pantocrator, el Cristo glorioso o algunos santos, la mano extiende los dedos índice, medio y meñique y junta las puntas de los dedos anular y pulgar formando un círculo; los tres dedos levantados simbolizan la trinidad y los otros dos representan las naturalezas, divina y humana, de Cristo. Ello deriva de la mencionada bendición de los Kohanim, al extender los dedos índice, medio y meñique (la letra Schin), y al juntar las puntas de los dedos pulgar (la letra Daleth) y anular (la letra Iod), aparecen representadas las tres letras del nombre de Dios; Shaddai (שדי). Esta gestualidad no tiene solo un poder simbólico, por el contrario, se cree que, si se hace adecuadamente, puede atraer y transferir la gracia, por ejemplo, mediante la imposición de manos sobre la cabeza (khirothesis).

Estas formas de indigitación han tenido su aplicación en la masonería. Por ejemplo, el toque del grado de aprendiz consiste en dar la mano y presionar con el pulgar derecho la primera falange del dedo índice de la mano derecha; “el toque es juntando la yema del pulgar de la mano derecha con el primer nudillo del dedo índice de la mano derecha del hermano que pide una palabra” (La masonería diseccionada, año 1730). Ahora bien, las letras que corresponden a estas dos falanges del índice y del pulgar son la pe פ y la he ה, cuyos valores son 80 y 5 respectivamente, cuya suma da 85, que es el valor numérico de Boaz בועז, palabra sagrada de dicho grado. Nada parece dejado al azar; el apretón de manos del maestro masón se hace disponiendo los dedos de la mano como en garra de modo que el dedo medio “toque una vena que viene del corazón” (manuscrito Sloane nº 3329, circa año 1700).

Por supuesto que este género de creencias trajo no pocos problemas a los masones. Por ejemplo, en 1777 la Inquisición de Sevilla consideraba condenables ciertas prácticas de los masones interrogados en sus calabozos; “Entre las voces hebreas i bárbaras de que usan, o abusan estos sectarios se hallan los nombres Jheovach, Adonay, Saday, que son proprios de Dios aplicados a cosas profanas, i quizás nefandas. Se hace en ellos gran misterio i aprecio de números, i de figuras.… Todo lo qual indica que ellos reconocen cierta virtud i eficacia en las figuras geométricas, i en los números, que es cosa supersticiosa”.

Al parecer, la correspondencia “sutil” de los signos y toques con la “localización” de los centros sutiles del ser humano constituía uno de los secretos de los masones “operativos”. Ciertamente, varios textos masónicos parecen otorgar especial importancia a la fisiología sutil del cuerpo humano y más concretamente a ciertos centros dispensadores de energía, lo cual ya fue señalado en su dia: “de una forma general, las llamadas penas expresadas en los juramentos de los diferentes grados masónicos, así como los signos que les corresponden (también denominados signos penales), se refieren en realidad a los diversos centros sutiles del ser humano”, denominados chakras en la tradición hindú. Supuestamente, en cada uno de los tres grados parece apuntarse una correspondencia psíquica entre el signo manual (no confundir con el toque manual de reconocimiento) que se ejecuta sobre una parte del cuerpo siguiendo un eje vertical descendente; aprendiz-garganta, compañero-corazón, maestro-ombligo. Precisamente, en las penalidades impuestas en los juramentos de cada grado, se hacía referencia a tales centros corporales; al aprendiz se le amenazaba con cortarle la garganta y lengua, al compañero se le intimidaba con abrirle el pecho y extirparle el corazón, y al maestro se le podía castigar con abrirle el vientre y sacarle las entrañas.

Por tal motivo, en los cuadernos rituales de la masonería, se concede especial importancia a los tres órganos (y centros sutiles) que se corresponden respectivamente con los tres grados masónicos mencionados; aprendiz-garganta, compañero-corazón, maestro-hígado. De ser cierto, cuando la masonería se definía a sí misma como Arte Real estaba aludiendo a una ciencia o técnica específica, considerada el gran “secreto regio”, “llave” o “clave de la logia”, destinada a estimular los centros sutiles mediante la práctica ritual. Así, ante la pregunta del venerable de la logia: “¿Existe algo entre vosotros y yo?”, la respuesta es que hay un lazo o enegía sutil que une a todos los partícipes; el cable-tow o sirga. Hay varias referencias explícitas a esta fisiología sutil en los textos; por ejemplo, el manuscrito Edimburgo (1696), el Examen de un masón (1723), la Confesión de un masón (1727), El Misterio de la frac-masonería (1730), entre otros, explican que la clave de la logia (Alma-Templo) reside “bajo el pliegue de mi hígado, allí donde yacen todos los secretos de mi corazón”, y que su longitud es “tan larga como de mi lengua a mi corazón”. El manuscrito Sloane (1700) explicaba que la longitud del cordón de la logia era “tan largo como la distancia entre el pliegue del hígado a la raíz de la lengua”. Por su parte, el manuscrito Dumfries nº 4 (c. 1710), afirmaba que “todos los secretos” de la masonería residen en la soga o sirga (cable-tow), que “es tan larga como la distancia entre mi ombligo y la raíz de mis cabellos” (es decir, la médula espinal-columna vertebral ¿el eje sutil que en la India se denomina Sushumna?) y que esa llave estaba guardada en un cofre de hueso (no ya la mandíbula o cráneo sino la caja torácica). Igualmente, en La masonería diseccionada (1730), se dice que los secretos del masón residen “bajo mi pecho izquierdo” y que la llave que los abre cuelga de una cuerda (tow-line o cable-tow) cuya longitud es de “9 pulgadas o un palmo” (de 22 a 24 cm.). Ahora bien, esa distancia es tanto la que hay “de mi lengua a mi corazón”, como la existente entre la raíz de la lengua y la punta de la cabeza. Por tanto, la cuerda de la que cuelga la “llave del corazón”, sería el nadi paralelo a la “arteria coronaria” (cable-tow) que va del chakra Vishuddha al chakra Anjata, y de aquel al Brahma-randhra.

Ante tales referencias en los textos masónicos, se ha señalado que la alusión a la técnica constructiva de un edificio (que se mantiene gracias a las vigas y pilares), parece encubrir una técnica específica de construcción psíco-mental basada en la activación de una energía que asciende en espiral por los centros sutiles del hombre situados entre el ombligo o el pliegue del hígado y el nacimiento del pelo (vórtex o fontanela superior de la cabeza), es decir, la médula espinal-columna vertebral (que sostiene el cuerpo humano). Los textos masónicos destacan la importancia de estos dos puntos extremos de la sirga=columna vertebral, es decir, la coronilla y el coxis. Incluso algunos juramentos añadían una penalidad sobre “la corona de mi cráneo”, y en otros se asociaba el coxis a la piedra de fundamento que soporta todo el edificio. Esta, y no otra, sería la oculta piedra de fundamento, occultum lapidem, rechazada por los constructores ignorantes que desconocen su verdadera cualidad, y que se encuentra interiora terrae (interior del hombre), a la espera de ser levantada “primero hasta el corazón y después hasta la coronilla, extremidad superior de nuestro ser y punto de contacto con Dios”. Precisamente, este alzamiento del hueso denominado Luz hasta colocarlo en la sumidad del hombre-templo casaba muy bien con la forma de dovela central que posee el coxis, que quedaba convertido en piedra clave de bóveda que había de coronar y cerrar el cuerpo humano como templo sagrado.

Probablemente, todas estas referencias a los centros sutiles del ser humano se deban a masones expertos en la Cábala; “la tradición hebrea enseña que en la base de la columna vertebral del ser humano hay un pequeño hueso llamado Luz que es un fragmento de la Chethiyad, piedra que está en el principio de toda construcción”.

El Midrash y el Zohar explican que, como dicho hueso tiene la particularidad de resistir el fuego y el agua, servirá de base o germen para la resurrección (Tejiat Hametim) del hombre tras su muerte. Y dado que dicho hueso-piedra ha de ser levantado desde su base hasta la sumidad de la columna vertebral, la tradición rabínica sitúa el Luz tanto en el extremo superior como en el inferior de la columna. En realidad, el hueso Luz simboliza el «núcleo de inmortalidad» que se desplazaba conforme el individuo “asciende” espiritualmente; en el hombre ordinario el Luz se encuentra en la base de la columna vertebral, cuando germina se eleva al corazón, luego se sitúa en el ojo frontal cuando el hombre se reintegra al estado primordial y culmina el estado propiamente humano. Finalmente, podía situarse en la coronilla de la cabeza si se abría paso a los estados supra-individuales.

Finalmente, se enseñaba al aprendiz el signo pedestre o marcha propia del grado. En rigor, cada uno de los tres grados tenía una manera específica de caminar ritualmente en las ceremonias; el aprendiz camina en línea recta (porque solo conoce los paramentos horizontales), el compañero comienza en línea recta pero luego efectúa un paso en escuadra (construye paramentos horizontales y verticales), el maestro se desplaza como el aprendiz y el compañero pero finaliza trazando en el aire una forma abovedada con sus pies porque ha pasado «from square to arch», de la escuadra al compás, o también «del triángulo al círculo», de las figuras rectilíneas (la Tierra) a las figuras circulares o abovedadas (el Cielo). Desde el punto de vista “corporativo” ello equivalía al dominio de la técnica del diseño y construcción de techos, arcos y bóvedas, e incluso a la toma de posesión del espacio (territorio jurisdiccional), aunque en su sentido “operativo” escenificaba la toma de posesión de las direcciones del espacio, e incluso el paso de la meditación en los símbolos, a la meditación cuadrada o contemplativa que abría el paso del estado humano ordinario (Tierra), a los estados supraindividuales (los Cielos).

 

Símbolos visuales

Considerados como soporte y ayuda para la meditación, ellos cumplían similar función a la que, por ejemplo, desempeñan los mandalas de la India o del Tibet. El mandala (etimológicamente “círculo”) es un yantra o instrumento utilizado para propiciar ciertos estados de concentración; consiste en dibujos y figuras geométricas que representan la tensión, lucha o esfuerzo para poner orden en la mente, y reunir lo disperso hasta llegar al invariable centro en donde reside la paz. Los elementos que lo componen simbolizan el viaje hacia el centro como sede de Dios, el origen del universo, la fuente de todas las tradiciones, o la puerta que comunica con un estado superior. Por tanto, mostraba las pruebas y obstáculos que debía afrontar el iniciado o buscador espiritual para adentrarse gradualmente desde el exterior del diagrama hacia su interior. En este sentido, el mandala posee una función similar a ciertos diagramas, dibujos y diseños empleados en la antigüedad grecorromana, por ejemplo, los que representan la Rueda del universo (círculo zodiacal), el laberinto y otras modalidades de imago mundi. Las mismas iglesias y catedrales cristianas desplegaron en sus pórticos, laberintos trazados sobre el pavimento, rosetones de vitral, etc., todo un programa iconográfico repleto de símbolos que luego se prolongó en los retablos situados tras el altar, cuya mazonería distribuía el mensaje en cuerpos y calles. En ellos se ofrecía al devoto un itinerario trascendente y un espacio propicio para la oración y el ensimismamiento.

Sobre este particular, la masonería también ofrecía un complejo sistema de símbolos visuales que se mostraba en toda su solemnidad con ocasión de la decoración del templo; el techo azul y tachonado de estrellas estaba sostenido por doce columnas con los lazos de amor que daba cobertura a la letra G, la luna y el sol, el “ojo que todo lo ve”, las tres luminarias, la piedra bruta y la tallada, los útiles de trabajo, las mesas, el altar, , el suelo ajedrezado, los crespones, y, específicamente, el cuadro o tablero de logia que correspondía a cada grado, que se situaba en el centro de la logia. Recordemos que a cada grado masónico le correspondía un cuadro o tapiz específico que contenía el itinerario transcendente que el masón había de recorrer, aunque fuera virtualmente, así como los símbolos que le ayudarían ayudarían a concluir el recorrido y recuperar finalmente la Palabra perdida.

 

Extractado de: Javier Alvarado Planas, Apercepciones sobre la iniciación masónica, Madrid, 2019, pp. 106-133.

Ejercicios de meditación practicados en algunas logias