Rubén Darío (1867-1916)

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Sala-XIV: Literatura y Masonería

RUBÉN DARÍO (1867- 1916)

Félix Rubén García Sarmiento, conocido como Rubén Darío  es considerado como uno de los Príncipes de las letras castellanas y el más sobresaliente de los poetas nicaragüenses y Latinoamericanos. Nació en Metapa, hoy Ciudad Darío, en Matagalpa, Nicaragua el 18 de enero de 1867. Murió en León, Nicaragua, el 6 de febrero de 1916.

Rubén Darío fue iniciado en la logia Progreso nº 16 de Managua de la Gran Logia de Nicaragua el 24 de Enero de 1908. Dos intelectuales fueron claves para que Darío solicitase su ingreso en la Masonería; el Dr. José Leonard y el poeta nicaragüense Dr. Manuel Maldonado quien lo animó y apadrinó. Dicha solicitud fue firmada por los tres dignatarios: el Profesor Federico López (Venerable Maestro), el gramático Rafael Fonseca Garay (Primer Vigilante) y el panameño contador Dionisio Martínez Sáenz (Segundo Vigilante).

Lector precoz (según su propio testimonio), aprendió a leer a los tres años. Entre los primeros libros que menciona haber leído están El Quijote, Las mil y una noches, la Biblia y las obras de Leandro Fernández de Moratín. Pronto empezó también a escribir sus primeros versos: se conserva un soneto escrito por él en 1879, y publicó por primera vez en un periódico poco después de cumplir los trece años: se trata de la elegía «Una lágrima», que apareció en el diario El Termómetro, de la ciudad de Rivas, el 26 de julio de 1880. Poco después colaboró también en El Ensayo, revista literaria de León, y alcanzó fama como «poeta niño». En estos primeros versos, según Teodosio Fernández: «sus influencias predominantes eran los poetas españoles de la época de José Zorrilla, Ramón de Campoamor, Gaspar Núñez de Arce y Ventura de la Vega. Más adelante, sin embargo, se interesó mucho por la obra de Víctor Hugo, que tendría una influencia determinante en su labor poética. Sus obras de esta época muestran también la impronta del pensamiento liberal, hostil a la excesiva influencia de la Iglesia católica, como es el caso su composición El jesuita, de 1881. En cuanto a su actitud política, su influencia más destacada fue el ecuatoriano Juan Montalvo, a quien imitó deliberadamente en sus primeros artículos periodísticos. Ya en esta época (contaba catorce años) proyectó publicar un primer libro, Poesías y artículos en prosa, que no vería la luz hasta el cincuentenario de su muerte. Poseía una superdotada memoria, gozaba de una creatividad y retentiva genial, y era invitado con frecuencia a recitar poesía en reuniones sociales y actos públicos. En diciembre de ese mismo año se trasladó a Managua, capital del país, a instancias de algunos políticos liberales que habían concebido la idea de que, dadas sus dotes poéticas, debería educarse en Europa a costa del erario público. No obstante, el tono anticlerical de sus versos no convenció al presidente del Congreso, el conservador Pedro Joaquín Chamorro y Al-faro, y se resolvió que estudiaría en la ciudad nicaragüense de Granada. Rubén, sin embargo, prefirió quedarse en Managua, donde continuó su actividad periodística, colaborando con los diarios El Ferrocarril y El Porvenir de Nicaragua.

En agosto de 1882, se embarcaba en el puerto de Corinto (Nicaragua) hacia El Salvador. Allí fue presentado por el poeta Joaquín Méndez al presidente de la república, Rafael Zaldívar, quien lo acogió bajo su protección. Allí conoció al poeta salvadoreño Francisco Gavidia, gran conocedor de la poesía francesa. Bajo sus auspicios, Darío intentó por primera vez adaptar el verso alejandrino francés a la métrica castellana. El uso del verso alejandrino se convertiría después en un rasgo distintivo no sólo de la obra de Darío, sino de toda la poesía modernista.

En 1886 viajó a Chile en donde vivió en condiciones muy precarias, y tuvo además que soportar continuas humillaciones por parte de la aristocracia del país, que lo despreciaba por su escaso refinamiento y por el color de su piel. No obstante, llegó a hacer algunas amistades, como el hijo del entonces presidente de la República, el poeta Pedro Balmaceda Toro. Gracias al apoyo de éste y de otro amigo, Manuel Rodríguez Mendoza, a quien el libro está dedicado, logró Darío publicar su primer libro de poemas, Abrojos, que apareció en marzo de 1887.

En 1888 apareció en Valparaíso, gracias a la ayuda de sus amigos Eduardo Poirier y Eduardo de la Barra, Azul..., el libro clave de la recién iniciada revolución literaria modernista.

El gobierno nicaragüense lo nombró miembro de la delegación que iba a enviar a Madrid con motivo del cuarto centenario del descubrimiento de América. Entre las personalidades que frecuentó en la capital de España están los poetas Gaspar Núñez de Arce, José Zorrilla y Salvador Rueda, los novelistas Juan Valera y Emilia Pardo Bazán, el erudito Marcelino Menéndez Pelayo, y varios destacados políticos, como Emilio Castelar y Antonio Cánovas del Castillo. En España, Darío despertó la admiración de un grupo de jóvenes poetas defensores del Modernismo (movimiento que no era en absoluto aceptado por los autores consagrados, especialmente los pertenecientes a la Real Academia Española). Entre estos jóvenes modernistas estaban algunos autores que luego brillarían con luz propia en la historia de la literatura española, como Juan Ramón Jiménez, Ramón María del Valle-Inclán y Jacinto Benavente, y otros que hoy están bastante más olvidados, como Francisco Villaespesa, Mariano Miguel de Val, director de la revista Ateneo, y Emilio Carrere.

En 1896, en Buenos Aires, publicó dos libros cruciales en su obra: Los raros, una colección de artículos sobre los escritores que, por una razón u otra, más le interesaban; y, sobre todo, Prosas profanas y otros poemas, el libro que supuso la consagración definitiva del Modernismo literario en español.

Reconocido como jefe de filas del movimiento modernista, y más tarde proclamado por sus contemporáneos como el Padre del modernismo, editó sus primeros poemas como una mezcla de romanticismo y tradicionalismo. Era admirador de Bécquer al que dedicó su libro "Rimas" y Víctor Hugo. "Azul" fue la obra por la que Rubén Darío fue considerado como el iniciador de una nueva época en la poesía de la lengua española. "Cantos de vida y esperanza", "El canto errante" y "Prosas profanas" hacen que Darío alcance su madurez lírica. Rubén Darío tuvo también una faceta de poeta social y cívico. Compuso poemas para exaltar héroes y hechos nacionales, así como para criticar y denunciar los males sociales y políticos. En "El canto errante" y "A Roosevelt" hay una exposición del descubrimiento y conquista de América y una critica al materialismo de los anglosajones. Rubén Darío favoreció el encuentro entre la literatura en español de ambos lados del Atlántico.

Al estallar la Primera Guerra Mundial, partió hacia América, con la idea de defender el pacifismo para las naciones americanas. En enero de 1915 leyó, en la Universidad de Columbia, de Nueva York, su poema «Pax».

El símbolo más característico de la poesía de Darío es el cisne, identificado con el Modernismo hasta el punto de que cuando el poeta mexicano Enrique González Martínez quiso derogar esta estética lo hizo con un poema en el que exhortaba a "torcerle el cuello al cisne".[19] La presencia del cisne es obsesiva en la obra de Darío, desde Prosas profanas, donde el autor le dedica los poemas "Blasón" y "El cisne", hasta Cantos de vida y esperanza, una de cuyas secciones se titula también "Los cisnes".

El centauro, en poemas como el "Coloquio de los centauros", en Prosas profanas, expresa la dualidad alma-cuerpo a través de su naturaleza medio humana medio animal. Gran contenido simbólico tienen también su poesía imágenes espaciales, como los parques y jardines, imagen de la vida interior del poeta, y la torre, símbolo de su aislamiento en un mundo hostil. Se han estudiado en su poesía otros muchos símbolos, como el color azul, la mariposa o el pavo real.

A pesar de su apego a lo sensorial, atraviesa la poesía de Rubén Darío una poderosa corriente de reflexión existencial sobre el sentido de la vida. Es conocido su poema "Lo fatal", de Cantos de vida y esperanza, donde afirma que “no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo ni mayor pesadumbre que la vida consciente”.

La religiosidad de Darío se aparta de la ortodoxia católica para buscar refugio en la religiosidad sincrética propia del fin de siglo, en la que se entremezclan influencias orientales, un cierto resurgir del paganismo y, sobre todo, varias corrientes ocultistas. Una de ellas es el pitagorismo, con el que se relacionan varios poemas de Darío que tienen que ver con lo trascendente. En los últimos años de su vida, Darío mostró también gran interés por otras corrientes esotéricas, como la teosofía. Ello se manifiesta, por ejemplo, en la visión del poeta como un mago o sacerdote dotado de la capacidad de discernir la verdadera realidad, una idea que está ya presente en la obra de Víctor Hugo. Rubén Darío tuvo también una faceta, bastante menos conocida, de poeta social y cívico.

La influencia de Rubén Darío fue inmensa en los poetas de principios de siglo, tanto en España como en América. Muchos de sus seguidores, sin embargo, cambiaron pronto de rumbo: es el caso, por ejemplo, de Leopoldo Lugones, Julio Herrera y Reissig, Juan Ramón Jiménez o Antonio Machado.

Obras de Rubén Darío

Poesía (primeras ediciones):

     * Abrojos. Santiago de Chile: Imprenta Cervantes, 1887.

    * Rimas. Santiago de Chile: Imprenta Cervantes, 1887.

    * Azul.... Valparaíso: Imprenta Litografía Excelsior, 1888. Segunda edición, ampliada: Guatemala: Imprenta de La Unión, 1890. Tercera edición: Buenos Aires, 1905.

    * Primeras notas, [Epístolas y poemas, 1885]. Managua: Tipografía Nacional, 1888.

    * Prosas profanas y otros poemas. Buenos Aires, 1896. Segunda edición, ampliada: París, 1901.

    * Cantos de vida y esperanza. Los cisnes y otros poemas. Madrid, Tipografía de Revistas de Archivos y Bibliotecas, 1905.

    * Oda a Mitre. París: Imprimerie A. Eymeoud, 1906.

    * El canto errante. Madrid, Tipografía de Archivos, 1907.

    * Poema del otoño y otros poemas, Madrid: Biblioteca "Ateneo", 1910.

    * Canto a la Argentina y otros poemas. Madrid, Imprenta Clásica Española, 1914.

    * Lira póstuma. Madrid, 1919.

 

Prosa (primeras ediciones): 

    * Los raros. Buenos Aires: Talleres de "La Vasconia", 1906. Segunda edición, aumentada: Madrid: Maucci, 1905.

    * España contemporánea. París: Librería de la Vda. de Ch. Bouret, 1901.

    * Peregrinaciones. París. Librería de la Vda. de Ch. Bouret, 1901.

    * La caravana pasa. París: Hermanos Garnier, 1902.

    * Tierras solares. Madrid: Tipografía de la Revista de Archivos, 1904.

    * Opiniones. Madrid: Librería de Fernando Fe, 1906.

    * El viaje a Nicaragua e Intermezzo tropical. Madrid: Biblioteca "Ateneo", 1909.

    * Letras (1911).

    * Todo al vuelo. Madrid: Juan Pueyo, 1912.

    * La vida de Rubén Darío escrita por él mismo. Barcelona: Maucci, 1913.

    * La isla de oro (1915) (inconclusa).

    * Historia de mis libros. Madrid, Librería de G. Pueyo, 1916.

    * Prosa dispersa. Madrid, Mundo Latino, 1919.

 

Obras completas: 

    * Obras completas. Prólogo de Alberto Ghiraldo. Madrid: Mundo Latino, 1917-1919 (22 volúmenes).

    * Obras completas. Edición de Alberto Ghiraldo y Andrés González Blanco. Madrid: Biblioteca Rubén Darío, 1923-1929 (22 volúmenes).

    * Obras poéticas completas. Madrid: Aguilar, 1932.

    * Obras completas. Edición de M. Sanmiguel Raimúndez y Emilio Gascó Contell. Madrid: Afrodisio Aguado, 1950-1953 (5 volúmenes).

    * Poesías. Edición de Ernesto Mejía Sánchez. Estudio preliminar de Enrique Ardenson Imbert. México: Fondo de Cultura Económica, 1952.

    * Poesías completas. Edición de Alfonso Méndez Plancarte. Madrid: Aguilar, 1952. Edición revisada, por Antonio Oliver Belmás, en 1957.

    * Obras completas. Madrid: Aguilar, 1971 (2 volúmenes).

    * Poesía. Edición de Ernesto Mejía Sánchez. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1977.

    * Obras completas. Madrid: Aguilar, 2003. (A pesar del título, solo contiene sus obras en verso. Reproduce la edición de Poesías completas de 1957).

    * Obras completas. Edición de Julio Ortega con la colaboración de Nicanor Vélez. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2007- ISBN 978-84-8109-704-7. Está prevista la publicación de tres volúmenes (I Poesía; II Crónicas; III Cuentos, crítica literaria y prosa varia), de los que solo el primero ha aparecido hasta el momento.

 

 

            SELECCIÓN DE POEMAS

 

      EL PORVENIR

                    A Manuel Riguero de Aguilar

                       VI

"Señor, yo soy el número que mide,

la balanza que pesa:

la fuerza del trabajo en mí reside,

que cambia, que ilumina y que progresa.

 

Yo de la entraña del Pasado exiguo

arranqué la raíz envenenada;

de cada templo antiguo

he formado una escuela iluminada.

 

El ídolo grosero

cayó al golpe del culto verdadero.

Del pasado obelisco y la columna,

la estatua del deber. Señor, he hecho;

y del trono del rey, sacra tribuna

de la ley, la justicia y el derecho.

 

Señor, yo soy el pueblo soberano

que derroca al tirano;

soy la revolución que en sus fulgores

confunde á los esclavos y señores;

profetisa inspirada qiie en su enojo

la tiranía ahuyenta,

y que ante las edades se presenta

con gorro frigio y estandarte rojo.

 

Yo soy la edad de fuego;

toda incendios, toda astros, toda lumbres;

y yo domino al populacho ciego,

y sé enfrenar las locas muchedumbres.

 

Señor, yo soy el pensamiento humano

que quiere domeñar los elementos,

que tiene como siervo al océano

y que manda á los rayos y á los vientos.

Con el cálculo frío en su medida

en las regíones de la luz penetra,

y el libro inmenso de la eterna vida

pretende adivinar letra por letra.

 

Ave es el hombre de preciosas galas

y de subido vuelo,

que á tí quiere llegar con hondo anhelo,

y ya sube al empuje de sus alas

hasta perderse en el azul del cielo.

 

Yo soy el mediodía.

Ante la lumbre mía

y el calor de mi hoguera,

en esta nueva edad agitadora,

golpea el yunque la falange obrera

y escribe la falange pensadora.

 

Después de Atila vencedor sangriento,

está Bolivar, redentor de un mundo;

tras lo pasado tenebroso y cruenta,

lo presante fecundo;

después del dies irae en el convento,

pavor y miedo de una turba opresa,

ante la luz de libertad que brilla,

se oye la Marsellesa

después que se derrumba la Bastilla;

y la nota robusta

fatiga el eco mágica y augusta.

 

Tras el concilio en donde rudo brota

Sacrilego anatema

que la conciencia azota,

la hermandad que proclama

a la razón suprema;

después de horrenda esclavitud que mata,

la libertad que rompe todo yugo,

y el raudal de armonías que desata

como una catarata

de su arpa gigantesca Víctor Hugo.

 

Horada el duro monte,

domina el rayo, borra el horizonte;

y analizan sus ojos humanales

por leyes poderosas y completas,

á través de los límpidos cristales,

las entrañas del mundo en los metales,,

las entrañas del cielo en los planetas.

 

Mas aun falta. Señor, al hombre osado,

que recorrer un campo dilatado;

aún hay en los abismos algo obscuro

que el hombre no conoce aunque presiente::

esa, Señor, es obra del Futuro,

no es obra del Presente.

 

Yo soy un rudo obrero,

del Porvenir tan sólo mensajero:

brilla la libertad sobre mis sienes,

el trabajo me escuda.

Señor, aquí me tienes:

yo soy la fuerza, el número y la duda.

Señor, ante tus ojos inmortales

está mi imperio fértil y fecundo."

Dijo, y entre armonías celestiales

se vio, bañada en luz, la faz del mundo.

 

Y se miró el poder en toda parte,

de la humana conciencia,

y alzado el estandarte

del trabajo y la ciencia.

 

Y entre un universal sacudimiento,

con faz siniestra y ruda,

con su negro pendón flotando al viento

se levantó el fantasma de la duda;

hacia la inmensidad tendido el brazo

y en el azul clavada la pupila,

mostrando de la sombra en el regazo,

á la fe que vacila,

y que en su afán relucha y se estremece

entre lo obscuro de una noche larga,

dentro vasta vorágine que crece,

donde, ya clama auxilio y desparece,

ya va flotando sobre la onda amarga,

ya pide fuerza á Dios, bañada en llanto,

ya le implora consuelo,

ó ya vigor para llegar al cielo,

para asirse de una orla de su manto.

 

La palabra divina, poderosa

volvió á sonar en el espacio inmenso,

mientras subió en oleada misteriosa

de todo el orbe el invisible incienso:

«Genio del Porvenir, alza la frente,

brote la luz cuando tu boca se abra,

y al resonar vibrando de repente,

sea lluvia de ideas tu palabra».

 

                    VIII

 

Calló el Ángel; tocó la espesa llama

que cubría el Oriente;

y el firmamento puro.

y el hondo abismo oscuro

se bañaron de fuego de repente.

 

Y tuve la visión de lo futuro.

Y la fraternidad resplandecía

la universal República alumbrando;

y entre el clarear de venturoso día,

los Genios asomando

en grupo giganteo,

en grandioso mutismo

se perfilaban sobre el hondo abismo

abrasados en místico deseo;

y todos con el dedo enderezado

mostraban un edén iluminado

por la luz de la aurora:

era América, pura. encantadora.

Suena un himno; el océano sonante

hija de Dios mugiendo la apostrofa;

y el Porvenir de gozo delirante

lanza a los aires su rotunda estrofa.

 

                    IX

El Ángel del Señor su clarín de oro

sopló a los cuatro vientos;

rodó el eco sonoro

del orbe a conmover los fundamentos.

 

Y el Señor se veía

más radiante que el sol del mediodía.

 

Alzó su sacra mano,

resonó su acento soberano.

 

Dijo: ¡bendita sea!

Y ungió al género humano

con el óleo divino de su idea.

 

 

          EL ARTE

                        Soit: le tonnere aussi.

                        V[íctor] H[ugo]

 

Dios, que con su poderío

lleno de infinito anhelo,

riega auroras en el cielo

y echa mundos al vacío:

Dios formó todo lo que es.

¿Cómo? Dios omnipotente

vio abismos sobre su frente,

abismos bajo sus pies:

sopló su divino aliento

nacido entre su ser mismo,

y en la oquedad del abismo

hubo un estremecimiento.

Mil inflamados albores

dieron sus brillos fecundos

y reventaron los mundos

como botones de flores.

El Señor tendió su mano,

llenó la tierra de vida;

cubrió a la recién nacida

con manto azul: el océano;

tejió delicados velos

que entregó al inquieto Eolo,

y en un polo y otro polo

sembró cristalinos hielos;

después su voluntad quiso

bendecirla Dios sagrado;

la envolvió en el regalado

aroma del paraíso:

y en las salvajes campiñas

y en los bosques coronados

con ceibos entrelazados

y con lujuriantes viñas,

lucieron frutos opimos;

las aromadas bellotas,

y como doradas gotas

las uvas en sus racimos.

Parece, cuando combinan

las mil faces que ambas toman,

las flores, aves que aroman;

las aves, flores que trinan.

Y se erguían los volcanes

hasta donde el cóndor sube;

y en lo alto la densa nube

regazo era de huracanes.

Y toda la creación

daba el vagido primero;

conmovía al orbe entero

la primer palpitación.

Pero sobre todo Él,

el grande, el Sumo Creador,

el que ha luz en su redor

y al tiempo como escabel;

Dios derramó en la conciencia

la simiente del pensar

y la simiente de amar

del corazón en la esencia.

Dio poder, conocimiento,

anhelo, fuerza, virtud,

y calor y juventud

y trabajo y pensamiento:

y el que todo lo reparte

a su pensar y a su modo,

como luz que abarca todo,

puso sobre el mundo el arte.

Y el arte, sello es que imprime

desde entonces el Señor,

en el que juzga mejor

ministro de lo sublime.

Y el artista vuela en pos

de lo eternamente bello,

pues sabe que lleva el sello

que graba en el alma Dios.

Lleva fuego en la mirada;

presa de fiebre, delira;

y el mundo a veces lo mira

como quien no mira nada.

Porque es el artista ajeno

a lo que en la tierra estriba,

y se anda por allá arriba...

sí, en compañía del trueno.

Y cuando se baja, es

para una cosa cualquiera...

a arrancar de una cantera

la ruda faz de Moisés;

         [...]

La fina estatua se labra,

brota la línea y el són.

y el iris de la ilusión

y el trueno de la palabra.

Que para glorificarte

¡oh Dios santo y bendecido!

sobre todo has encendido

la infinita luz del arte.

¡Bendito sea el que toma

en sus manos el buril.

y dura piedra, y marfil

labra, hiere, esculpe, doma!

¡Bendito el que con cincel

muerde la roca y se inspira;

bendito el que carga lira

y el que humedece pincel!

¡Bendito el que con osada

mano que guía el deseo,

levanta de un coliseo

la gigantesca fachada!

¡Bendito el que la armonía

combina, impresiona, eleva;

bendito sea el que lleva

arte, fuego, poesía!

Que cuando llegue el momento

postrero y quiera formar

el Señor, para su altar

un glorioso monumento;

y éste se eleve, y reciba

dos besos que Dios le trajo

de un infinito de abajo

y otro infinito de arriba;

entonces, cuando eso exista,

Dios que en el cielo estará,

lenguas de fuego enviará

sobre el alma del artista.

Y mientras luz inmortal

circule en ondas eternas,

y dé sus notas internas

la armonía universal;

mientras ya rasgado el velo

que oculta al Padre sagrado,

vuele un aire perfumado

con el aroma del cielo;

mientras la Suma Belleza

reciba allá en su santuario

el humo del incensario

de la gran naturaleza;

el artista siempre en pos

del infinito progreso

sentirá el ardiente beso

del espíritu de Dios.

[«León, febrero,1884»-Managua, abril, 1885]

 

 

    RIMAS

 

Una noche

tuve un sueño...

Luna opaca,

cielo negro,

yo en un triste

cementerio

con la sombra

y el silencio.

En sudarios

medio envueltos,

descarnados

esqueletos

muy afables

y contentos

mi vista

recibieron.

Indagaron

los sucesos

que pasaban

ese tiempo:

las maniobras

del ejército,

los discursos

del Congreso,

de la Bolsa

los manejos,

y reían

de todo eso.

Con sorpresa

supe de ellos

que gustaban

de los versos

que en mis dudas

y en mis celos

a mi amada

siempre ofrezco.

¡Que sabían,

me dijeron,

ya en la historia

de los besos!...

Y se hacían

muchos gestos

y ademanes

picarescos.

Y reían

con extremos

entre el ruido

de sus huesos.

En seguida

refirieron

que se siente

mucho hielo,

en las noches

del invierno,

en las fosas

de los muertos.

Despedime.

¡Muy correctos

los saludos

que me hicieron!

Salí al campo.

Miré luego,

luna opaca,

cielo negro.

Muy ufano,

dice el médico

que la causa

de estos sueños

se halla toda

por mis nervios

y en el fondo

del cerebro.

 

 

 

         EL REINO INTERIOR

 

Una selva suntuosa

en el azul celeste su rudo perfil calca.

Un camino. La tierra es de color de rosa,

cual la que pinta fra Doménico Cavalca

en sus Vidas de santos. Se ven extrañas flores

de la flora gloriosa de los cuentos azules,

y entre las ramas encantadas, papemores

cuyo canto extasiara de amor a los bulbules.

(Papemor: ave rara; Bulbules: ruiseñores.)

 

* * *

 Mi alma frágil se asoma a la ventana obscura

de la torre terrible en que ha treinta años sueña.

La gentil Primavera primavera le augura.

La vida le sonríe rosada y halagüeña.

Y ella exclama: «¡Oh fragante día! ¡Oh sublime día!

Se diría que el mundo está en flor; se diría

que el corazón sagrado de la tierra se mueve

con un ritmo de dicha; luz brota, gracia llueve.

¡Yo soy la prisionera que sonríe y que canta!»

Y las manos liliales agita, como infanta

real en los balcones del palacio paterno.

 * * *

 ¿Qué són se escucha, són lejano, vago y tierno?

Por el lado derecho del camino adelanta

el paso leve una adorable teoría

virginal. Siete blancas doncellas, semejantes

a siete blancas rosas de gracia y de harmonía

que el alba constelara de perlas y diamantes.

¡Alabastros celestes habitados por astros:

Dios se refleja en esos dulces alabastros!

Sus vestes son tejidos del lino de la luna.

Van descalzas. Se mira que posan el pie breve

sobre el rosado suelo, como una flor de nieve.

Y los cuellos se inclinan, imperiales, en una

manera que lo excelso pregona de su origen.

Como al compás de un verso su suave paso rigen.

Tal el divino Sandro dejara en sus figuras

esos graciosos gestos en esas líneas puras.

Como a un velado són de liras y laúdes,

divinamente blancas y castas pasan esas

siete bellas princesas. Y esas bellas princesas

son las siete Virtudes.

 * * *

 Al lado izquierdo del camino y paralela-

mente, siete mancebos ?oro, seda, escarlata,

armas ricas de Oriente? hermosos, parecidos

a los satanes verlenianos de Ecbatana,

vienen también. Sus labios sensuales y encendidos,

de efebos criminales, son cual rosas sangrientas;

sus puñales, de piedras preciosas revestidos

¿ojos de víboras de luces fascinantes?,

al cinto penden; arden las púrpuras violentas

en los jubones; ciñen las cabezas triunfantes

oro y rosas; sus ojos, ya lánguidos, ya ardientes,

son dos carbunclos mágicos del fulgor sibilino,

y en sus manos de ambiguos príncipes decadentes

relucen como gemas las uñas de oro fino.

Bellamente infernales,

llenan el aire de hechiceros veneficios

esos siete mancebos. Y son los siete vicios,

los siete poderosos pecados capitales.

 * * *

 Y los siete mancebos a las siete doncellas

lanzan vivas miradas de amor. Las Tentaciones.

De sus liras melifluas arrancan vagos sones.

Las princesas prosiguen, adorables visiones

en su blancura de palomas y de estrellas.

 * * *

 Unos y otras se pierden por la vía de rosa,

y el alma mía queda pensativa a su paso.

¿¡Oh! ¿Qué hay en ti, alma mía?

¡Oh! ¿Qué hay en ti, mi pobre infanta misteriosa?

¿Acaso piensas en la blanca teoría?

¿Acaso

los brillantes mancebos te atraen, mariposa?

 * * *

 Ella no me responde.

Pensativa se aleja de la obscura ventana

¿pensativa y risueña,

de la Bella-durmiente-del-bosque tierna hermana?,

y se adormece en donde

hace treinta años sueña.

 * * *

 Y en sueño dice: «¡Oh dulces delicias de los cielos!

¡Oh tierra sonrosada que acarició mis ojos!

¿¡Princesas, envolvedme con vuestros blancos velos!

¿¡Príncipes, estrechadme con vuestros brazos rojos!»

  

 

CANCIÓN DE OTOÑO EN PRIMAVERA

 

 Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer.

 

Plural ha sido la celeste

historia de mi corazón.

Era una dulce niña, en este

mundo de duelo y aflicción.

 

Miraba como el alba pura;

sonreía como una flor.

Era su cabellera obscura

hecha de noche y de dolor.

 

Yo era tímido como un niño.

Ella, naturalmente, fue,

para mi amor hecho de armiño,

Herodías y Salomé...

 

Juventud, divino tesoro

¡ya te vas para no volver...!

Cuando quiero llorar, no lloro,

y a veces lloro sin querer...

 

La otra fue más sensitiva,

y más consoladora y más

halagadora y expresiva,

cual no pensé encontrar jamás.

 

Pues a su continua ternura

una pasión violenta unía.

En un peplo de gasa pura

una bacante se envolvía...

 

En sus brazos tomó mi ensueño

y lo arrulló como a un bebé...

Y le mató, triste y pequeño

falto de luz, falto de fe...

 

Juventud, divino tesoro,

¡te fuiste para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro,

y a veces lloro sin querer...

 

Otra juzgó que era mi boca

el estuche de su pasión

y que me roería, loca,

con sus dientes el corazón

 

poniendo en un amor de exceso

la mira de su voluntad,

mientras eran abrazo y beso

síntesis de la eternidad:

 

y de nuestra carne ligera

imaginar siempre un Edén,

sin pensar que la Primavera

y la carne acaban también...

 

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!...

Cuando quiero llorar, no lloro,

¡y a veces lloro sin querer!

 

¡Y las demás!, en tantos climas,

en tantas tierras, siempre son,

si no pretexto de mis rimas,

fantasmas de mi corazón.

 

En vano busqué a la princesa

que estaba triste de esperar.

La vida es dura. Amarga y pesa.

¡Ya no hay princesa que cantar!

 

Mas a pesar del tiempo terco,

mi sed de amor no tiene fin;

con el cabello gris me acerco

a los rosales del jardín...

 

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!...

Cuando quiero llorar, no lloro,

y a veces lloro sin querer...

 

¡Mas es mía el Alba de oro!

 

 

¡OH, MISERIA DE TODA LUCHA POR LO FINITO!

 

¡Oh, miseria de toda lucha por lo finito!

Es como el ala de la mariposa

nuestro brazo que deja el pensamiento escrito.

Nuestra infancia vale la rosa,

el relámpago nuestro mirar,

y el ritmo que en el pecho

nuestro corazón mueve,

es un ritmo de onda de mar,

o un caer de copo de nieve,

o el del cantar

del ruiseñor,

que dura lo que dura el perfumar

de su hermana la flor.

             

¡Oh, miseria de toda lucha por lo finito!

El alma que se advierte sencilla y mira clara-

mente la gracia pura de la luz cara a cara,

como el botón de rosa, como la coccinela,

esa alma es la que al fondo del infinito vuela.

El alma que ha olvidado la admiración, que sufre

en la melancolía agria, olorosa a azufre,

de envidiar malamente y duramente, anida

en un nido de topos. Es manca. Está tullida.

¡Oh, miseria de toda lucha por lo finito!

 

 

         MARCHA TRIUNFAL

 

¡Ya viene el cortejo!

¡Ya viene el cortejo!  Ya se oyen los claros clarines.

¡La espada se anuncia con vivo reflejo;

ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines!

Ya pasa debajo los arcos ornados -de blancas Minervas y Martes,

los arcos triunfales en donde las Famas erigen sus largas trompetas,

la gloria solemne de los estandartes,

llevados por manos robustas de heroicos atletas.

Se escucha el ruido que forman las armas de los caballeros,

los frenos que mascan los fuertes caballos de guerra,

los cascos que hieren la tierra,

y los timbaleros

que el paso acompasan con ritmos marciales.

Tal pasan los fieros guerreros

debajo los arcos triunfalesl!

 

Los claros clarines de pronto levantan sus sones,

su canto sonoro,

su cálido coro,

que envuelve en un trueno de oro

la augusta soberbia  de los pabellones.

El dice la lucha, la herida venganza,

las ásperas crines,

los rudos penachos, la pica, la lanza,

la sangre que riega de heroicos carmines

la tierra,

los negros mastines

que azuza la muerte, que rige la guerra.

 

Los áureos sonidos

anuncian el advenimiento

triunfal de la Gloria;

dejando el picacho que guarda sus nidos,

tendiendo sus alas enormes al viento,

los cóndores llegan. Llegó la victorias!

 

Ya pasa el cortejo.

Señala el abuelo los héroes al niño

-ved cómo la barba del viejo

los bucles de oro circundan de armiño-.

Las bellas mujeres aprestan coronas de flores,

y bajo los pórticos, vense sus rostros de rosa;

y la más hermosa

sonríe al más fiero de los vencedores.

Honor al que trae cautiva la extraña bandera!

Honor al herido y honor a los fieles

soldados que muerte encontraron por mano extranjeras

Clarines! Laureles!

 

Las nobles espadas de tiempos gloriosos,

desde sus panoplias saludan las nuevas coronas y lauros

-las viejas espadas de los granaderos más fuertes que osos,

hermanos de aquellos lanceros que fueron centauros-.

Las trompas guerreras resuenan;

de voces los aires se llenan...

-A aquellas antiguas espadas,

a aquellos ilustres aceros,

que encaman las glorias pasadas;...

al sol que hoy alumbra las nuevas victorias ganadas,

y al héroe que guía su grupo de jóvenes fieros;

al que ama la insignia del suelo materno;

al que ha desafiado, ceñido el acero y el arma en la mano,

los soles del rojo verano,

las nieves y vientos del gélido invierno,

la noche, la escarcha

y el odio y la muerte, por ser por la patria inmortal,

saludan con voces de bronce las trompas de guerra que tocan la marcha

triunfal...

 

A MARGARITA DEBAYLE

Margarita está linda la mar,

y el viento,

lleva esencia sutil de azahar;

yo siento

en el alma una alondra cantar;

tu acento:

Margarita, te voy a contar

un cuento:

 

Esto era un rey que tenía

un palacio de diamantes,

una tienda hecha de día

y un rebaño de elefantes,

un kiosko de malaquita,

un gran manto de tisú,

y una gentil princesita,

tan bonita,

Margarita,

tan bonita, como tú.

 

Una tarde, la princesa

vio una estrella aparecer;

la princesa era traviesa

y la quiso ir a coger.

 

La quería para hacerla

decorar un prendedor,

con un verso y una perla

y una pluma y una flor.

 

Las princesas primorosas

se parecen mucho a ti:

cortan lirios, cortan rosas,

cortan astros. Son así.

 

Pues se fue la niña bella,

bajo el cielo y sobre el mar,

a cortar la blanca estrella

que la hacía suspirar.

 

Y siguió camino arriba,

por la luna y más allá;

más lo malo es que ella iba

sin permiso de papá.

 

Cuando estuvo ya de vuelta

de los parques del Señor,

se miraba toda envuelta

en un dulce resplandor.

 

Y el rey dijo: «¿Qué te has hecho?

te he buscado y no te hallé;

y ¿qué tienes en el pecho

que encendido se te ve?».

 

La princesa no mentía.

Y así, dijo la verdad:

«Fui a cortar la estrella mía

a la azul inmensidad».

 

Y el rey clama: «¿No te he dicho

que el azul no hay que cortar?.

¡Qué locura!, ¡Qué capricho!...

El Señor se va a enojar».

 

Y ella dice: «No hubo intento;

yo me fui no sé por qué.

Por las olas por el viento

fui a la estrella y la corté».

 

Y el papá dice enojado:

«Un castigo has de tener:

vuelve al cielo y lo robado

vas ahora a devolver».

 

La princesa se entristece

por su dulce flor de luz,

cuando entonces aparece

sonriendo el Buen Jesús.

 

Y así dice: «En mis campiñas

esa rosa le ofrecí;

son mis flores de las niñas

que al soñar piensan en mí».

 

Viste el rey pompas brillantes,

y luego hace desfilar

cuatrocientos elefantes

a la orilla de la mar.

 

La princesita está bella,

pues ya tiene el prendedor

en que lucen, con la estrella,

verso, perla, pluma y flor.

 

Margarita, está linda la mar,

y el viento

lleva esencia sutil de azahar:

tu aliento.

 

Ya que lejos de mí vas a estar,

guarda, niña, un gentil pensamiento

al que un día te quiso contar

un cuento.

 

 

                  LO FATAL

 

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura porque ésa ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

 

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,

y el temor de haber sido y un futuro terror...

¡Y el espanto seguro de estar mañana muerto,

y sufrir por la vida y por la sombra y por

 

lo que no conocemos y apenas sospechamos,

y la carne que tienta con sus frescos racimos,

y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos

y no saber adónde vamos,

ni de dónde venimos!...

 

 

       YO PERSIGO UNA FORMA...

 

Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo,

botón de pensamiento que busca ser la rosa;

se anuncia con un beso que en mis labios se posa

el abrazo imposible de la Venus de Milo.

 

Adornan verdes palmas el blanco peristilo;

los astros me han predicho la visión de la Diosa;

y en mi alma reposa la luz como reposa

el ave de la luna sobre un lago tranquilo.

 

Y no hallo sino la palabra que huye,

la iniciación melódica que de la flauta fluye

y la barca del sueño que en el espacio boga;

 

y bajo la ventana de mi Bella-Durmiente,

el sollozo continuo del chorro de la fuente

y el cuello del gran cisne blanco que me interroga.

 

 

       LA PRINCESA ESTÁ TRISTE

 

La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa?

Los suspiros se escapan de su boca de fresa,

que ha perdido la risa, que ha perdido el color.

La princesa está pálida en su silla de oro,

está mudo el teclado de su clave sonoro,

y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.

 

El jardín puebla el triunfo de los pavos reales.

Parlanchina, la dueña dice cosas banales,

y vestido de rojo piruetea el bufón.

La princesa no ríe, la princesa no siente;

la princesa persigue por el cielo de Oriente

la libélula vaga de una vaga ilusión.

 

¿Piensa, acaso, en el príncipe de Golconda o de China,

o en el que ha detenido su carroza argentina

para ver de sus ojos la dulzura de luz?

¿O en el rey de las islas de las rosas fragantes,

o en el que es soberano de los claros diamantes,

o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz?

 

¡Ay!, la pobre princesa de la boca de rosa

quiere ser golondrina, quiere ser mariposa,

tener alas ligeras, bajo el cielo volar;

ir al sol por la escala luminosa de un rayo,

saludar a los lirios con los versos de mayo

o perderse en el viento sobre el trueno del mar.

 

Ya no quiere el palacio, ni la rueca de plata,

ni el halcón encantado, ni el bufón escarlata,

ni los cisnes unánimes en el lago de azur.

Y están tristes las flores por la flor de la corte,

los jazmines de Oriente, los nelumbos del Norte,

de Occidente las dalias y las rosas del Sur.

 

¡Pobrecita princesa  de los ojos azules!

Está presa en sus oros, está presa en sus tules,

en la jaula de mármol del palacio real;

el palacio soberbio que vigilan los guardas,

que custodian cien negros con sus cien alabardas,

un lebrel que no duerme y un dragón colosal.

 

¡Oh, quién fuera hipsipila que dejó la crisálida!

(La princesa está triste, la princesa está pálida)

¡Oh visión adorada de oro, rosa y marfil!

¡Quién volara a la tierra donde un príncipe existe,

—la princesa está pálida, la princesa está triste—,

más brillante que el alba, más hermoso que abril!

 

—«Calla, calla, princesa —dice el hada madrina—;

en caballo, con alas, hacia acá se encamina,

en el cinto la espada y en la mano el azor,

el feliz caballero que te adora sin verte,

y que llega de lejos, vencedor de la Muerte,

a encenderte los labios con un beso de amor».

 

 

    LOS MOTIVOS DEL LOBO

 

El varón que tiene corazón de lis,

alma de querube, lengua celestial,

el mínimo y dulce Francisco de Asís,

está con un rudo y torvo animal,

bestia temerosa, de sangre y de robo,

las fauces de furia, los ojos de mal:

¡el lobo de Gubbia, el terrible lobo!

Rabioso, ha asolado los alrededores;

cruel, ha deshecho todos los rebaños;

devoró corderos, devoró pastores,

y son incontables sus muertos y daños.             

 

Fuertes cazadores armados de hierros

fueron destrozados. Los duros colmillos

dieron cuenta de los más bravos perros,

como de cabritos y de corderillos.

             

Francisco salió:

al lobo buscó

en su madriguera.

Cerca de la cueva encontró a la fiera

enorme, que al verle se lanzó feroz

contra él. Francisco, con su dulce voz,

alzando la mano,

al lobo furioso dijo: «¡Paz, hermano

lobo!» El animal

contempló al varón de tosco sayal;

dejó su aire arisco,

cerró las abiertas fauces agresivas,

y dijo: «!Está bien, hermano Francisco!»

«¡Cómo!» exclamó el santo. «¿Es ley que tú vivas

de horror y de muerte?

¿La sangre que vierte

tu hocico diabólico, el duelo y espanto

que esparces, el llanto

de los campesinos, el grito, el dolor

de tanta criatura de Nuestro Señor,

no han de contener tu encono infernal?

¿Vienes del infierno?

¿Te ha infundido acaso su rencor eterno

Luzbel o Belial?»

             

Y el gran lobo, humilde: «¡Es duro el invierno,

y es horrible el hambre! En el bosque helado

no hallé qué comer; y busqué el ganado,

y en veces... comí ganado y pastor.

¿La sangre? Yo vi más de un cazador

sobre su caballo, llevando el azor

al puño; o correr tras el jabalí,

el oso o el ciervo; y a más de uno vi

mancharse de sangre, herir, torturar,

de las roncas trompas al sordo clamor,

a los animales de Nuestro Señor.

¡Y no era por hambre, que iban a cazar!»

             

 

Francisco responde: "En el hombre existe

mala levadura.

Cuando nace, viene con pecado. Es triste.

Mas el alma simple de la bestia es pura.

Tú vas a tener

desde hoy qué comer.

Dejarás en paz

rebaños y gente en este país.

¡Que Dios melifique tu ser montaraz!"

             

«Esta bien, hermano Francisco de Asís.»

«Ante el Señor, que toda ata y desata,

en fe de promesa tiéndeme la pata.»

El lobo tendió la pata al hermano

de Asís, que a su vez le alargó la mano.

             

Fueron a la aldea. La gente veía

y lo que miraba casi no creía.

Tras el religioso iba el lobo fiero,

y, bajo la testa, quieto le seguía

como un can de casa, o como un cordero.

              

Francisco llamó la gente a la plaza

y allí predicó.

Y dijo: «He aquí una amable caza.

El hermano lobo se viene conmigo;

me juró no ser ya vuestro enemigo,

y no repetir su ataque sangriento.

Vosotros, en cambio, daréis su alimento

a la pobre bestia de Dios.» «¡Así sea!»,

Contestó la gente toda de la aldea.

Y luego, en señal

de contentamiento,

movió la testa y cola el buen animal,

y entró con Francisco de Asís al convento.

             

Algún tiempo estuvo el lobo tranquilo

en el santo asilo.

Sus bastas orejas los salmos oían

y los claros ojos se le humedecían.

Aprendió mil gracias y hacía mil juegos

cuando a la cocina iba con los legos.

Y cuando Francisco su oración hacía,

el lobo las pobres sandalias lamía.

Salía a la calle,

iba por el monte, descendía al valle,

entraba a las casas y le daban algo

de comer. Mirábanle como a un manso galgo.

             

Un día, Francisco se ausentó. Y el lobo

dulce, el lobo manso y bueno, el lobo probo,

desapareció, tornó a la montaña,

y recomenzaron su aullido y su saña.

             

Otra vez sintiose el temor, la alarma,

entre los vecinos y entre los pastores;

colmaba el espanto en los alrededores,

de nada servían el valor y el arma,

pues la bestia fiera

no dio treguas a su furor jamás,

como si estuviera

fuegos de Moloch y de Satanás.

             

Cuando volvió al pueblo el divino santo,

todos los buscaron con quejas y llanto,

y con mil querellas dieron testimonio

de lo que sufrían y perdían tanto

por aquel infame lobo del demonio.

             

Francisco de Asís se puso severo.

Se fue a la montaña

a buscar al falso lobo carnicero.

Y junto a su cueva halló a la alimaña.

             

«En nombre del Padre del sacro universo,

conjúrote» dijo, «¡oh lobo perverso!,

a que me respondas: ¿Por qué has vuelto al mal?

Contesta. Te escucho.»

             

Como en sorda lucha, habló el animal,

la boca espumosa y el ojo fatal:

             

«Hermano Francisco, no te acerques mucho...

Yo estaba tranquilo allá en el convento;

al pueblo salía,              

y si algo me daban estaba contento

y manso comía.

Mas empecé a ver que en todas las casas

estaban la Envidia, la Saña, la Ira,

y en todos los rostros ardían las brasas

de odio, de lujuria, de infamia y mentira.

Hermanos a hermanos hacían la guerra,

perdían los débiles, ganaban los malos,

hembra y macho eran como perro y perra,

y un buen día todos me dieron de palos.

Me vieron humilde, lamía las manos

y los pies. Seguía tus sagradas leyes,

todas las criaturas eran mis hermanos:

los hermanos hombres, los hermanos bueyes,

hermanas estrellas y hermanos gusanos.

Y así, me apalearon y me echaron fuera.

Y su risa fue como un agua hirviente,

y entre mis entrañas revivió la fiera,

y me sentí lobo malo de repente;

mas siempre mejor que esa mala gente.

Y recomencé a luchar aquí,

a me defender y a me alimentar.

Como el oso hace, como el jabalí,

que para vivir tienen que matar.

Déjame en el monte, déjame en el risco,

déjame existir en mi libertad,

vete a tu convento, hermano Francisco,

sigue tu camino y tu santidad.»

             

El santo de Asís no le dijo nada.

Le miró con una profunda mirada,

y partió con lágrimas y con desconsuelos,

y habló al Dios eterno con su corazón.

El viento del bosque llevó su oración,

que era: «Padre nuestro, que estás en los cielos...»