La leyenda de los Rosacruces

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Sala-IV: Orígenes de la masonería

LA LEYENDA DE LOS ROSACRUCES

Entre los custodios del esoterismo occidental cita René Guénon a los rosacruces, una supuesta fraternidad secreta fundada en la Edad Media por un misterioso sabio sacerdote llamado Christian Rosenkreutz. Este “cristiano rosacruz”, que es lo que su nombre significa, falleció, según la leyenda, a la edad de 106 años, tras haber viajado por diversos países de Oriente, donde aprendió los secretos de los magos, cabalistas, médicos y filósofos de aquellas tierras. No obstante, Guénon establece una distinción entre los rosacruces medievales y los de la Edad Moderna. Respecto a los primeros rosacruces, Guénon explica que Christian Rosenkreutz era la representación de una entidad colectiva de iniciados o adeptos del esoterismo cristiano; “parece ser que, después de la destrucción de la Orden del Temple, los iniciados en el esoterismo cristiano se reorganizaron, de acuerdo con los iniciados al esoterismo islámico, para mantener, en la medida de lo posible, el lazo que había sido aparentemente roto por esta destrucción”. En efecto, “los verdaderos Rosa-Cruz fueron propiamente los inspiradores de esta reorganización” hasta que en el siglo XVII, la imposibilidad de cumplir su función les obligó a retirarse a Oriente. Para evitar ser perseguidos o molestados, decidieron trabajar de la manera más discreta y anónima posible. Por eso, los primeros y verdaderos rosacruces, que personificaban la posesión de un estado espiritual, “no han podido dejar ningún rastro visible en la historia profana… si alguien se ha declarado Rosa-Cruz, se puede afirmar que no lo era ciertamente en realidad”.

   Ahora bien, si no han dejado rastro visible ¿cómo afirmar que los rosacruces fueron los herederos del Temple? ¿Acaso Guénon utilizó la leyenda rosacruz para sobreponer el tema central de su discurso, es decir, la persistencia y continuidad del esoterismo cristiano desde la Edad Media hasta la Edad Moderna? Por otra parte, en el siglo XVII los rosacruces históricos, que Guénon denomina rosacrucianos, “estaban ya más o menos desviados, o en todo caso muy alejados de la fuente original… y no tenían de rosacruciano más que el nombre usurpado que, por una iniciativa completamente individual de sus fundadores, interpretaron según su propia fantasía”. Sin embargo, Christian Rosenkreutz fue un fabuloso personaje inventado a principios del siglo XVII. Gracias a las investigaciones de Frances A. Yates, sabemos que el rosacrucismo fue, en rigor, un movimiento creado en torno a 1614 para dar un nuevo impulso a la decaída reforma protestante, la cual “estaba perdiendo fuerza y se había dividido”. En tal coyuntura, se consideró que era necesaria una nueva reforma general, basada en la tradición esotérica hermética cabalística y en el estudio científico de la naturaleza. Por otro lado, este movimiento sirvió de apoyo, tanto religioso como intelectual, a las pretensiones del príncipe Federico V de Wittelsbach-Simmern (1596-1632), Elector Palatino y jefe de la Unión Protestante, quien aglutinaba a los príncipes protestantes alemanes contra la Liga Católica liderada por los Habsburgo de España y Alemania. En tal clima de apoyo al proyecto de liderazgo protestante del príncipe Federico, se publicaron tres obras consideradas los tres manifiestos fundacionales del movimiento rosacruz: Fama Fraternitatis (Kassel, 1614), Confessio Fraternitatis Rosae Crucis (Kassel, 1615), y Las bodas alquímicas de Christian Rosenkreutz (Estrasburgo, 1616). Todas ellos acusaban una fuerte influencia anticatólica.

   La Fama Fraternitatis, de inequívoco tono antijesuítico, narraba la vida de Christian Rosenkreutz y la fundación de una fraternidad secreta que laboraba por el bien y felicidad de la humanidad, y pretendía poner remedio a los excesos de la Iglesia católica. Entre sus normas, se encontraban la de no llevar hábito, para adaptarse mejor a las costumbres de cada país; la reunión, una vez al año, de todos sus miembros; y que cada hermano preparase a una persona para que fuera digna de sucederle tras su muerte. El manifiesto iba acompañado de un Ensayo sobre la reforma general del mundo, el cual, en realidad, se había tomado literalmente de uno de los capítulos de los Informes del Parnaso (Ragguagli di Parnaso, Venecia, 1612), publicados por Traiano Boccalini para criticar tanto el Concilio de Trento como la “tiránica ocupación de Italia perpetrada por los invasores españoles y alemanes de la casa de Habsburgo que aspiraban a someter Europa”. También se había inspirado este texto en un libro apocalíptico y profético, titulado Naometría, escrito en 1604 por Simon Studion, en defensa de la Liga Evangélica formada por Inglaterra, Dinamarca y los príncipes protestantes alemanes, contra la Liga Católica, liderada por los Habsburgo de España y Alemania. El extraordinario interés suscitado por el folleto rosacruz justificó que, a los pocos meses, se publicara otra obra para dar más detalles sobre esa misteriosa fraternidad secreta. Así apareció la Confessio Fraternitatis, que se editó con un anexo titulado Breve consideración de una filosofía más secreta. Este manifiesto contenía abundantes citas literales de la obra Monas hieroglyphica (1564), escrita por John Dee, un compendio de alquimia, cábala, matemática y hermetismo, entreverado de diversas afirmaciones claramente anticatólicas como, por ejemplo; “llamamos Anticristo al papa de Roma [...] pronto llegará el día en que lo que ahora conservamos secreto lo aclararemos abierta y libremente”. El tercer texto fundacional del movimiento rosacruz, Las bodas alquímicas de Christian Rosenkreutz, tomaba también como fuente principal la citada obra de John Dee, Monas hieroglyphica. El autor de este tercer escrito, el pastor luterano Johannes Valentinus Andreae, fue el principal impulsor de la corriente rosacruz.

   Pronto, el movimiento contó con el apoyo de destacados protestantes. Así, entre 1617 y 1619, el impresor Jean Théodore de Bry publicó varias obras de autores adheridos al movimiento rosacruz como, entre otros, el anglicano Robert Fludd (Historia del macrocosmos y del microcosmos), o el luterano Michael Maier (Atalanta Fugiens), los cuales apoyaron con los medios a su alcance la Liga Protestante. Parece, incluso, que la palabra rosacruz fuera probablemente un guiño del propio Andreae a su maestro John Dee, así como un homenaje al respaldo de Inglaterra a la causa del príncipe Federico. En este sentido, se ha señalado que el término nació de la fusión de la palabra “rosa”, en relación con las rosas del escudo de Inglaterra, y la palabra “cruz”, como alusión a la cruz roja de san Jorge, de la Orden de la Jarretera. A esta explicación, más tarde se le superpondría otra de tipo alquímico, mencionada por el propio Dee en su Monas, según la cual el término fue el fruto de la unión de las palabras latinas “ros” (rocío) y “crux” (luz).

   Tras la definitiva derrota y destronamiento de Federico V y la toma de Praga en 1620 (batalla de la Montaña Blanca) a manos de los ejércitos católicos imperiales, el movimiento rosacruz perdió su sentido y fue abandonado: “El movimiento rosacruz —afirma Yates— se derrumbó cuando fracasó el movimiento palatino”. El propio Andreae abjuró a la sazón de él y no dudó en calificarlo de broma o ludibrium. A partir precisamente de esta fecha, se documenta un tipo de literatura católica, y más concretamente jesuítica, cuya intención resulta evidente: fagocitar el simbolismo rosacruz. A los jesuitas, según Yates, se les ocurrió entonces apropiarse del simbolismo rosacruz, y presentarlo a su modo. Valiéndose de tal instrumento, trataron de reconquistar aquellas regiones protestantes para la causa de la Contrarreforma.Aunque los fundadores e impulsores iniciales del movimiento rosacruz se desentendieran del mismo, la leyenda de unos sabios misteriosos organizados en una fraternidad secreta que velaba por el progreso de la humanidad, siguió alimentando la imaginación de filósofos y científicos tales como Leibnitz o Newton, los cuales se afanaron en contactar con ellos para entrar en la organización. También el “racionalista” Descartes, en sus viajes por Alemania, intentó infructuosamente entrar en contacto con los rosacruces, lo cual interpretó como un rechazo a su persona. Tal vez por eso, les dedicó su obra Thesaurus Mathematicus, en términos irónicos: “Obra en la cual se dan los verdaderos medios para resolver todas las dificultades de esta ciencia, y se demuestra que relativamente al espíritu humano no puede ir más lejos; para provocar la duda o ultrajar la temeridad de los que prometen nuevas maravillas en todas las ciencias; y al mismo tiempo para aliviar en su penosas fatigas a los Hermanos de la Rosa-Cruz, que, enlazados noche y día en los nudos gordianos de esta ciencia, consumen ahí inútilmente el aceite de su genio; dedicado de nuevo a los sabios del mundo entero y especialmente a los muy ilustres Hermanos Rosa-Cruz de Alemania”. Inspirado en los rosacruces, el propio Bacon escribió la Nueva Atlántida. Años más tarde, el tema de una fraternidad oculta que velaba por la humanidad alumbraría la creación de otros argumentos similares, como el Colegio Invisible de Robert Boyle, los Superiores Incognitii de la masonería templaria, los rituales masónicos que dieron origen al grado de Príncipe Rosacruz, o los Mahatmas o Fraternidad Blanca de la Sociedad Teosófica fundada por H. P. Blavatsky en 1875.

   En definitiva, como no creemos que Guénon estuviera desinformado en esta materia, hay que concluir que también él utilizó la leyenda de los rosacruces para ilustrar la existencia de órdenes, cofradías o sociedades secretas dentro del cristianismo que, conscientes de su papel, mantuvieron contactos regulares entre Occidente y Oriente. Por eso mismo, distingue entre los verdaderos y primitivos “rosacruces” (de los que apenas se tiene noticia), de los decadentes rosacrucianos de los siglos XVII y posteriores. De esta manera, quedaba apuntada la idea de que Andreae y sus acólitos no hicieron más que recuperar un tema preexistente, la leyenda de los rosacruces, que utilizaron en beneficio de su causa.

   Extractado de: Javier Alvarado Planas, Templarios y Masones. Las Claves de un enigma, Madrid, 2019, pp. 97-101.