LA METÁFORA COMO ANALIZADOR SOCIAL
EMMÁNUEL LIZCANO
RESUMEN
Aquí se propone un método de análisis de
textos y discursos basado en una hermenéutica sociológica de las metáforas
usadas en los mismos. El analizador central de este análisis sociometafórico son
aquellas metáforas ya cristalizadas como expresiones del lenguaje corriente o
como conceptos técnicos o científicos. La eventual potencia del método se basa
en la asunción de dos hipótesis básicas: 1) que todo concepto es un concepto
metafórico y 2) que toda metáfora –y, por tanto, todo concepto- es una
institución social.
Sin embargo, la concepción heredada excluye de la actividad metáforica precisamente aquellas determinaciones sociales y culturales que la constituyen, por lo que se impone una radical reelaboración conceptual en este campo: las metáforas son instituciones sociales cuya doble actividad –instuyente (metáforas vivas) e instituida (metáforas zombies)- nos permite acceder a los presupuestos, intereses, estrategias, conflictos... sociales y culturales de los grupos que las construyen o las utilizan. Junto a otros ejemplos tomados de diferentes ciencias, aquí se ensaya un análisis sistemático de alguna expresión corriente y de un par de conceptos (el de ‘resta’ y el de ‘raíz cuadrada’) tomados de la disciplina que se tiene como la de menor contenido metáforico y social: las matemáticas.
Merece especial
atención el análisis reflexivo del
sustrato metafórico y social de los conceptos habituales en las propias
ciencias sociales. Así como los efectos sociales derivados de la reinserción en
el lenguaje ordinario de los conceptos que las ciencias han elaborado a partir
del mismo.
ABSTRACT
A sociological hermeneutics of metaphor is proposed as a method for
text and discours analysis. The key analyzer are the crystallized metaphors
both in ordinary language and in technic or scientific concepts. Power of
method rests on two hypotesis: 1) every concept is a metaphorical one, and 2)
every metaphor –and then every concept- is a social institution.
But inherited
theoretical tradition puts away from metaphorical activity just his social and
cultural constituents. A radical conceptual reprocessing is required: metaphors
are social institutions whose two-sided activity -instituent (living metaphors)
and institued (zombies metaphors)- allows to know social and cultural
prejudices, interests, strategies and conflicts peculiars to groups that build
up or use such methapors. Besides other examples taken on diferent sciences, we
carry out a sistematic analyisis of some ordinary utterances and two
mathematical terms (‘to substract’ and ‘square root’) supossed not to be
metaphorical nor social terms at all.
Special interest deserves a reflexive
analyisis of social and metaphorical grounds of usual concepts in social
sciences. Social effects of ordinary language reinscription of scientific
concepts are also considered.
1. INTRODUCCIÓN[1]
Todo
discurso está poblado de metáforas, aunque la mayoría de ellas –y precisamente
las más potentes- pasen desapercibidas tanto para quien las dice como para
quien las oye. Es más, las metáforas no
sólo pueblan los discursos sino que los organizan, estructurando su lógica
interna a la par que sus contenidos. Lo relevante para el científico social
está en que, a través del análisis de las metáforas, puede perforar los
estratos más superficiales del discurso para acceder a lo no dicho en el mismo:
sus pre-supuestos culturales o ideológicos, sus estrategias persuasivas, sus
contradicciones o incoherencias, los intereses en juego, las solidaridades y
los conflictos latentes... Es decir, el
estudio sistemático de las metáforas puede emplearse como un potente analizador
social.
Esbozaremos
aquí las insuficiencias de los enfoques habituales sobre la metáfora para
señalar cómo podrían reformularse con vistas a elaborar una técnica, una herramienta específica para el
análisis de textos y discursos. Podemos llamarle análisis socio-metafórico,
aunque el método que se propone sea tan hermenéutico como analítico.
Apuntaremos, en particular, cómo puede aplicarse a los textos y conceptos
científicos, que son los que más resistencia ofrecen al análisis sociológico,
si bien el alcance del método se extiende tanto a los conceptos de cualquier
lenguaje técnico o especializado como a los conceptos que habitan en las
lenguas vernáculas. Su originalidad estriba en que abre una perspectiva
distinta de las habituales sobre la vida de los conceptos científicos: su
génesis, su imposición o rechazo, su elaboración y articulación interna, su
integración coherente en una teoría,
sus transformaciones y circulaciones, su desaparición...
El
interés sociológico de un análisis social de las metáforas está en que todos
estos movimientos de los conceptos científicos se irán revelando, en el propio
proceso del análisis, como movimientos sociales, al tiempo que los propios
conceptos científicos –incluidos, por supuesto, los de las llamadas ciencias
sociales- van apareciendo como entidades sociales. Es decir, no como entidades
autónomas con un movimiento propio -el de la ilusoria lógica de la actividad
teórica o del método científico-, no como entidades sobre las que lo social
vendría después a ejercer desde fuera ciertas influencias o
determinaciones, sino como entidades y movimientos metafóricos, y, por tanto,
-como veremos- constitutivamente sociales.
La génesis,
formación y transformación de los conceptos científicos es descrita por la historia y prescrita
por la filosofía (epistemología, metodología). Aquí trataremos de inscribirla. El análisis
socio-metafórico no se desliza por la superficie de la ciencia ya escrita,
haciendo de cada caso un mundo, ni impone a la ciencia por escribir sus
prescripciones, haciendo de cada mundo un mero caso, sino que asiste -como una
partera- al proceso de inscripción de la ciencia, a ése momento en que lo aún
no dicho pugna por encontrar la palabra con que decirse; esa palabra poética
que, con el tiempo, quedará inscrita en el concepto científico, en el cual deja
su huella o marca, tras el cual se oculta al tiempo que lo tensa, prestándole
su dinamismo.
Todos y cada uno de los conceptos científicos
-y esta es la primera hipótesis fuerte del método- son conceptos metafóricos. Y
son metafóricos en varios sentidos: nacieron como metáforas, como tales
metáforas son rebatidos y defendidos, como metáforas se reelaboran y refinan
para resultar coherentes con el resto de metáforas latentes bajo los restantes
conceptos del corpus teórico al que aspiran a incorporarse, como metáforas
circulan de unas disciplinas a otras y como tales regresan a ese semillero de
metáforas que es el lenguaje común del que emergieron, y como metáforas, en
fin, sufren esa muerte que es el olvido, el olvido de su origen metafórico
cuando su uso reiterado nos ha habituado a no ver en ellos sino conceptos
puros, es decir, depurados de su ganga metafórica y social.
Metafórica
y social. Pues, contra lo que presuponen las habituales teorizaciones sobre la metáfora,
herederas en su mayoría de la conceptualización aristotélica, la lógica a que
obedecen las metáforas -y, por tanto, la de los conceptos científicos que ellas
animan- es una lógica social. Ésta es la segunda hipótesis fuerte del método:
la actividad metafórica no es sólo una actividad lingüística (ya sea
ornamental, como plantea la retórica clásica, ya estructural, como considera la
llamada nueva retórica) sino
también una actividad en la que se
trasluce el contexto y la experiencia del sujeto de la enunciación; ahora bien,
ese sujeto metaforizante no es
tampoco un sujeto eterno y universal –trascendental, que diría Kant- a través
del cual se manifiesta una lengua no menos eterna y universal, como parecen
suponer Lakoff (1998), Johnson (1991) y Lakoff y Johnson (1991)[2]
y sus hoy numerosos seguidores, sino un sujeto social, un sujeto concreto
–histórica y socialmente situado- que se dirige a un oyente concreto en una
situación concreta, un sujeto que, para construir sus conceptos y articular su
discurso, selecciona unas metáforas y desecha otras en función de factores
sociales (presupuestos culturales, intereses
o aspiraciones de grupo o clase, alianzas o exclusiones, características
de los destinatarios, prestigio social de los discursos que son fuente de los
préstamos metafóricos, etc.).
La
conjunción de ambas hipótesis da forma a la hipótesis central del análisis
socio-metafórico: todo concepto es concepto metafórico y, por tanto, concepto social. En consecuencia, el análisis
sistemático de los conceptos en tanto que metáforas es una vía prilegiada de
acceso al sustrato social que constituye todo discurso y, en particular,
permite traslucir la articulación social que vertebra ese discurso opaco por
excelencia, ese discurso que hace del concepto ‘claro y distinto’ su seña de
identidad: el discurso científico.
Que tal hipótesis es
plausible, que es un proyecto viable el de intentar contrastar que bajo cada
concepto científico late una metáfora, queda patente en trabajos como los
emprendidos (tras las huellas de F. Nietzsche (1994) y M. Foucault (1968,
1978)) por J. Derrida (1968a, 1968b) y G. Lakoff y M. Johnson (1991, 1998). El
primero muestra el alcance -y los posibles límites lógicos- de la hipótesis en
el campo de los conceptos filosóficos, mientras que los segundos lo hacen con
los conceptos habituales del lenguaje ordinario. El socio-análisis metafórico
de los conceptos científicos permite una doble ampliación de estos enfoques.
Por un lado, extender su alcance hasta los conceptos usados por las ciencias,
por la matemática y por la lógica, tarea en parte ya emprendida por estudios
aún dispersos y faltos de una metodología consistente y sistemática, como
pueden ser los de A. Koyré (1955), E. Panofsky (1954), M. Black (1966), M.
Hesse (1966), G. Holton (1978), Isabelle Stengers (1987), F. Hallyn (1987) o F.
Vatin (1993). Por otro lado, enraizar el análisis metafórico en el sustrato
social, político y cultural del que las metáforas emergen y en el que logran
imponerse o resultan descartadas; esta segunda dimensión está más explorada en
trabajos de tipo antropológico como los de D. Sperber (1978), los de D. Parkin
(1982), los reunidos por J.W. Fernández (1991) o los que recopilan J.D. Sapir y
J.C. Crocker (1977). La extensión del análisis metafórico en ambas dimensiones
a la vez -hacia el sustrato social y hacia los conceptos científicos- se ensaya
sólo ocasionalmente en investigaciones como las de K. Hayles (1984, 1993), D.
Bloor (1998) o las mías propias (E. Lizcano, 1992, 1993, 1995, 1996).
La
dificultad de un socio-análisis metafórico de los conceptos científicos no
reside tanto en su objeto como en el peso de la tradición dominante en
Occidente sobre estos asuntos, una tradición que –desde Aristóteles hasta la
lingüística actual, pasando por toda la metafísica- ha consolidado como
naturales y evidentes dicotomías del tipo logos/mithos, concepto/metáfora,
razón/imaginación, literal/figurado, verdadero/falso, realidad/ficción, etc[3].
Según
Aristóteles (Poética, 21, 23-25; Retórica, 1410b y ss.), la metáfora se
forma como fusión de una analogía. Dados dos campos semánticos, B y D, y
establecida una semejanza entre ellos, B
» D, se dice que A/B = C/D es una analogía cuando A es una parte de B y C una parte de D. Entonces
pueden darse tres modos diferentes de metáforas (Figura 1): i) A de D, ii) C de
B, iii) A es C. (Evidentemente, para que estas metáforas tengan sentido es
necesario que A y C estén elegidas adecuadamente). Veámoslo con un ejemplo del propio
Aristóteles.
Si tomamos dos ámbitos
diferentes, como el de la biología y el de la astronomía, y en su interior
distinguimos dos campos, el de la vida individual (B) y del día solar (D),
podemos establecer entre ellos una semejanza: "una vida es como un
día" (o viceversa, pues la semejanza y la analogía, a diferencia de la
metáfora, son reversibles). A partir de esta semejanza puede definirse la
siguiente analogía[4]: “vejez /
vida = tarde / día", es decir, "la vejez es a la vida como la tarde
es al día". De aquí se siguen metáforas de los tres tipos mencionados:
i) A de
D: "la vejez del día" (de donde: "envejecía el día", etc.)
ii) C de B: "la tarde de la vida" (de donde: "en el ocaso de su vida", “aspecto crepuscular”, etc.)
iii) A es D: "la vejez es un atardecer"
|
Semejanza
|
Analogía
|
Metáfora (casos) |
Forma |
B » D |
A C ¾ = ¾ B D |
i) A de D ii) C de B iii) A es C |
Ejemplo |
vida » día |
vejez tarde ¾¾¾ = ¾¾¾ vida día |
i) vejez del día ii) tarde de la vida iii) la vejez es la tarde |
Figura 1
Así, para Aristóteles,
"la metáfora consiste en trasladar a una cosa un nombre que designa otra, en
una traslación de género a especie, o de especie a género, o de especie a
especie, o según una analogía" (Poética,
1457 b 6-9). Este cosismo
aristotélico, por emplear la expresión de Ortega, supone: a) un mundo
constituido por cosas, estructuradas
al margen del lenguaje que las nombra y las clasifica: la organización en
géneros y especies está en la naturaleza de las cosas mismas, y b) que cada cosa es lo que es (principio de
identidad) y no es otra (principio de no-contradicción). Sólo concibiendo cada cosa
como ‘clara y distinta’ –como hará después Descartes respecto a las ideas,
llevando el acento de lo extramental a lo mental pero manteniendo idénticos
presupuestos de claridad y distinción- podrá mantenerse la dicotomía ya
habitual entre significado propio o literal y significado ajeno, impropio, ficticio, figurado o
metafórico, según se atribuya a
la cosa, respectivamente, un nombre que designa alguna propiedad
específica suya (en cuyo caso podemos predicar tal nombre literakmente) o bien se le atribuya un
nombre que lo es propiamente de otra
cosa distinta.
Pero si se admite la
posibilidad de que la cosa no sea fija y de-limitada, que no permanezca
idéntica a sí misma, bien porque se altere
(se haga literalmente otra, al modo heraclíteo), bien porque
cabalgue entre dos géneros[5],
o bien porque en la constitución misma de la cosa intervengan modos de
percepción y clasificación que varían según intereses, culturas o
sensibilidades históricas, entonces las distinciones anteriores (sobre las que
se basa toda la teorización heredada sobre la metáfora[6])
no se mantienen y se hace necesario reformular radicalmente la cuestión,
incorporando al corazón mismo del análisis aquellos factores sociales, culturales
e históricos que sin cesar borran, alteran o difuminan los límites de las cosas[7].
Efectivamente, cuando
la concepción tradicional de la metáfora se ve enfrentada a los cambios
históricos y a la diversidad cultural, apenas se sostiene. De entrada, no todas
la culturas estructuran el mundo en términos de géneros y especies; como
contraejemplo, valgan las tradiciones del extremo oriente que, como la china,
anteponen a ese modo de organización jerárquica de la realidad una
clasificación in-mediatamente dual (yin/yang).
De ahí que para la antigüedad china resulte natural
o propio que el número se desdoble en positivo
y negativo, mientras que en
nuestra tradición los números naturales son
sólo los positivos (el número es una especie del ‘ser’ y el ser es algo lleno,
positivo) en tanto que los números negativos por fuerza han de ser impropios o ficticios (fictae llamaban a estas
magnitudes los matemáticos renacentistas)[8]. Pero tampoco cuando distintas culturas
estructuran la realidad según géneros y especies éstos coinciden en unos casos
y otros (de modo que lo metafórico para una es literal para otra o viceversa)
ni tienen por qué ser los géneros incomunicables entre sí (los ‘leopardos cristianos’ de los dorzé ¿son
literales o metafóricos?). En general, lo que en cierta lengua -o para cierto
auditorio, o en cierto contexto- es un significado literal se convierte en
otros en una expresión fuertemente metafórica (así, ese cero que en chino es,
literalmente, una gota de rocío). No
hay lenguaje natural, todo lenguaje
es social.
A esta condición local de lo metafórico se añade una
dimensión temporal o histórica, que hace que lo propio y lo impropio, lo
literal y lo metafórico, se viertan continuamente lo uno en lo otro. Resulta
así que ciertas metáforas devienen con el tiempo expresiones propias; por
ejemplo, el concepto de ‘trabajo’ en mecánica (importado del lenguaje ordinario
a través de la economía[9]),
el de ‘gas’ (que empezó siendo ‘caos’ para
van Helmont) en termodinámica, el de ‘de-mostración’ (ese ‘mostrar’ o ‘poner
ante la vista’ propio de las construcciones geométricas) en lógica o el de
‘raíz cuadrada’ en matemáticas. Pero, también al contrario, ocurre que
significados que eran bien propios para la ciencia establecida en un momento
dado hoy nos ofrecen fuertes resonacias metafóricas, como los ‘números sordos’ medievales o el concepto de ‘sal
hermafrodita’ de la química
ilustrada, que llegará hasta hoy como ‘sal neutra’. La propiedad
o impropiedad de los significados
lingüísticos depende del contexto –social, histórico e incluso circunstancial-
en que esos significados se enuncian. Sólo desde una concepción esencialista de
la realidad y del lenguaje, como algo que está ahí fuera, como algo dado de una
vez por todas al margen de las representaciones sociales y los cambios
culturales, como algo constituido por hechos
y no por haceres, por significados y no por actividades significantes...
puede sostenerse la concepción heredada sobre la metáfora.
Sin abandonar por el momento esta concepción, es de interés para el análisis sociológico retener algunas de las aportaciones recientes de la lingüística cognitiva, para la cual la metáfora no es un mero recurso recurso expresivo sino una forma de modelar la percepción y construir conocimiento. Destaquemos los siguientes puntos:
La
semejanza y la analogía son operaciones
simétricas: si ‘B es semejante –o análogo- a D’ entonces ‘D es semejante –o
análogo- a B’, y viceversa. Sin embargo, la operación metafórica es asimétrica,
atribuye sentido, está orientada: ‘el
atardecer de la vida’ no es equivalente a ‘la vejez del día’. En el primer caso
concebimos la vida en términos astronómicos y aplicamos al ciclo vital la
experiencia y el conocimiento que ya tenemos del ciclo solar, de modo que
aunque nunca hayamos experimentado la vejez podemos hacernos una idea de ella a
partir de la experiencia de los reiterados ocasos que sí hemos tenido ocasión
de vivir y de los cuales, por tanto, tenemos cierto conocimiento adquirido. Un
hecho biológico (‘la vida’) resulta , por así decirlo, astronomizado. En el
segundo caso, por el contrario, percibimos el ciclo diurno como un ciclo vital,
proyectamos sobre aquél nuestro conocimiento adquirido sobre éste, y es un
fenómeno astronómico (‘el día’) el que resulta biologizado (‘envejece’). Al
polo de la analogía que se toma como punto de partida, y del que por tanto se
extrae información, le llamaremos sujeto
de la metáfora, siguiendo la terminología de Gracián, y a aquel otro polo sobre
el que recae el desplazamiento metafórico le llamaremos término de la metáfora.
La
metáfora funciona así como un mecanismo cognitivo que traslada al término el saber adquirido sobre el sujeto, prestando a aquél perfiles y
contenidos que propiamente pertenecen
a éste. Un ámbito que era desconocido o mal conocido puede así empezar a
conocerse –a ‘hacerse una idea’- mediante la luz que sobre él arrojan los
conocimientos ya elaborados para otro ámbito diferente, sean estos conocimientos
implícitos o explícitos. Esta última distinción viene a cuento de que la
traslación metafórica no controla nunca todas las variables o aspectos que pone
en juego; al hablar del ‘envejecer del día’ puede que el propósito explícito del hablante fuera sólo
trasladar al día la idea de un final, de la inminencia de una muerte, pero no
podrá evitar que todas las connotaciones
y saberes implícitos que tanto él
como sus lectores/oyentes tengan sobre la vejez resulten también proyectados
inconscientemente sobre el ocaso: éste se percibirá como un momento de soledad
y abandono si así es como habitualmente se percibe la vejez en su medio
cultural, o se atribuirá al sol poniente esa imagen de plenitud y capacidad de
discriminación (de los colores del paisaje, por ejemplo) que atribuyen a los
ancianos otras sociedades.
El
carácter orientado de la metáfora permite así distinguir el sujeto y el término, es decir, lo que, por una parte, una sociedad o grupo da
por sabido (lo con-sabido) y por
supuesto (sus pre-su-puestos) en un
cierto ámbito, aquel saber que considera fundado y en el que se funda, y lo
que, por otra parte, para esa sociedad o grupo es una incógnita, un punto ciego
que pretende iluminar a la luz de lo que le es familiar y evidente. Pero el acceso que así se
obtiene a los presupuestos, creencias y evidencias colectivas no se limita al
ámbito estricto en el que opera la metáfora sino que se extiende a aquellos
otros que se vinculan con él –a menudo inconscientemente- mediante la compleja
red de connotaciones, supuestos implícitos, derivaciones necesarias, etc. que
ese grupo ha tejido en torno al sujeto de la metáfora. Así, la multitud de
conceptos metafóricos que pueblan la sociología funcionalista, al trasponer a
la sociedad características de los organismos vivos, no sólo proporcionan un
índicador de la operación ideológica subyacente (naturalizar lo social) sino que señalan también los rasgos
concretos bajo los que esa operación se lleva a cabo: una determinada percepción
de la salud de los organismos (lo que se tiene por normal y por patológico), la
concepción del cuerpo dominante en medicina y biología (la ‘estructura’ como
‘morfología’, la ‘función’ como ‘fisiología’), la valoración de rasgos como la
‘estabilidad’ o las ‘necesidades’, etc. En contraste, el funcionalismo
platónico, al metaforizar la jerarquía de las clases sociales (sabios,
militares y productores/comerciantes) en términos orgánicos (cabeza, corazón y
vientre), nos permite acceder a un saber sobre el cuerpo bien diferente. (El
lector puede intentar reconstruir los conceptos fundamentales de una supuesta
sociología funcionalista china en función de los conocimientos que tenga sobre
acupuntura y otras técnicas corporales afines).
La antropología simbólica de D.
Sperber (1978) recoge el dinamismo social que hemos observado en la actividad
metafórica subrayando el papel de símbolo que, en ciertas circunstancias, llega
a adquirir el sujeto de la metáfora.
Para Sperber, lo simbólico no es tanto un repertorio de objetos singulares, que
serían los símbolos, como un dispositivo de conocimiento que actúa cuando el
dispositivo conceptualizador fracasa o resulta insatisfactorio. El dispositivo
simbólico no actúa así sobre unos símbolos predefinidos, a los que interpretaría
según la ocasión, sino sobre problemas o situaciones -del género que sean- para
los que no hay conceptos elaborados, para los que el repertorio semántico de
una lengua no dispone de términos. Se trata, por tanto, de un dispositivo para
la construcción de nuevos significados.
Así, por ejemplo, ante el
intento de pensar conceptualmente un olor (que sería lo que hemos llamado término de una metáfora aún por
establecer), nuestra cultura carece de expresiones adecuadas. Al tratarse de una
cultura fundamentalmente óptica, todo la riqueza conceptual desarrollada para
los colores y las formas no admite parangón con la escasa enciclopedia
semántica elaborada, por ejemplo, para las sensaciones táctiles y no posee ni
un sólo término específico para el campo de los olores. Si, pese a ello,
insistimos en pensar ese olor y conceptualizarlo, se produce en nuestra mente
un doble movimiento, a la vez afectivo, social e intelectual. Primero, un
movimiento de focalización en una
imagen, sensación o concepto próximo (el sujeto
de la metáfora que ya estamos
estableciendo) que funciona como correlato analógico del olor (término) que se quiere pensar. Segundo,
una cascada de evocaciones y connotaciones convocadas por el poder
atractor de aquel foco (o sujeto),
sobre el cual vienen a precipitar o condensarse, contribuyendo a darle forma y
definición. Así, un cierto olor a incienso acaso nos traiga la imagen de una
iglesia, sobre la cual precipitarán toda una serie de recuerdos y asociaciones,
de modo que esa iglesia funcionará como símbolo de aquel olor; y si intentamos
entonces definir éste en términos conceptuales, las expresiones que
utilizaremos para ello provendrán de los campos activados por tales
evocaciones, quizá expresiones que se refieran a embriaguez, silencio,
penetración o acritud, sacralidad... El término
de la metáfora (la conceptualización del olor) quedará así definido en términos del sujeto que así ha llegado a adquirir categoría de símbolo.
La
actividad metafórica y simbolizante es, por tanto, un mecanismo de resolución
de problemas. En cuanto mecanismo es universal, y se activa por igual en el
hombre de la calle ante el problema de conceptualizar un olor que en el físico
teórico que se enfrenta a la ‘materia oscura’. Pero la particular solución que
cada individuo o grupo arbitre para el problema inicial resulta socialmente cargada
con esa tupida red de adherencias evocativas y connotativas que se han
condensado en el símbolo y que provienen tanto de la experiencia, creencias y
expectativas personales del sujeto de la interrogación como de la
experiencia, creencias y expectativas
colectivas de la cultura o grupo a los que pertenece[10].
Veamos cómo afecta esa carga social a la resolución –que se revelará
metafórica- de un problema matemático tan elemental que nos es tan natural como la misma salida del sol por
las mañanas: el problema de sustraer o restar dos números entre sí.
Para
quienes hemos sido socializados en ciertas habilidades técnicas (gratuitas y obligatorias), ‘sustraer el número A del
número B’ es una expresión bien literal, una expresión que incluso podría
ponerse como ejemplo de lo que no es
una expresión metafórica o poética. Sin embargo, tuvieron que existir ciertos
antepasados nuestros para los que una expresión así aún no tenía sentido.
Situémonos en el momento en que el ‘genio griego’ aún no ha incorporado a su
enciclopedia matemática el concepto que hoy nombramos como ‘resta’ o
‘sustracción’, y se encuentra en la situación de encontrar un nombre para esa
operación. El matemático griego se ve obligado a seleccionar un término del
lenguaje común u ordinario, pues el vocabulario técnico aún no dispone para
ello de un término específico. El hecho de que, de entre todos los términos
posibles de la enciclopedia semántica ordinaria a su disposición, seleccione
precisamente uno y no cualquier otro nos indica el sujeto preciso sobre la que el modo de pensar griego focaliza el modo en que se enfrenta al
problema de ‘restar’. Pues bien, la expresión que selecciona el matemático
griego es el verbo aphaireò, cuyo
modo de operar se nombra como aphaíresis.
En griego común este tipo de expresiones se utilizaban para actividades como
‘extraer’, ‘sacar’, ‘arrancar’, ‘privar’, etc. Implican, pues, la existencia de
cierta sustancia o sustrato del cual se sustrae una parte. Así, cuando Euclides
habla de ‘sustraer un número de otro’
es como si extrajera o arrancara de
la sustancia en que consiste el primero esa parte que cuantifica el segundo, de
manera que -tras la operación de sustracción/extracción- queda un resto o residuo. Aquí tenemos la operación
metafórica fundamental que determinará todas las posibilidades -pero también
las imposibilidades- que la operación de restar abre –pero también cierra- en
la matemática griega clásica[11].
Una vez focalizada la resta en
la imagen de la extracción, sólo un detenido repaso por la cultura griega de la
época puede decirnos qué evoca en la mente del ciudadano común la presencia de
esa imagen. El estudio de los diferentes contextos de uso del término
seleccionado como foco puede ser un buen camino para ello. Y no deja entonces
de resultar chocante -pero harto significativo- que sea ése mismo término, el
de aphaíresis, el utilizado por
Aristóteles para referirse a lo que solemos traducir como abstracción. Así pues, el matemático griego sustrae números como el
escultor extrae fragmentos de un
bloque de piedra, como el filósofo abstrae un concepto de otro. Cuando el
concepto aphaíresis, que ha
focalizado el problema -aún sin nombre- de restar números, actúe como sujeto de la metáfora ‘sustraer números’
o ‘sustracción de números’, proyectará sobre la solución del problema (la
‘resta’)[12]
todo ese aglomerado de evocaciones y connotaciones que se han condensado sobre
el foco ‘extracción’. Y como quiera que tales adherencias son a su vez
condensaciones metafóricas, se pone así en circulación toda una red de
metáforas concomitantes que van trasvasando al campo matemático sentidos procedentes de campos
diferentes: sentidos estéticos, filosóficos, de la vida cotidiana...
Ahora
bien, si el matemático sustrae
números para llegar a obtener un resto
como, por ejemplo, el escultor extrae
material de un bloque de piedra para conseguir ese resto que es la estatua, la
actividad del primero queda iluminada, pero también ensombrecida, por las
características propias de la práctica del segundo. La lógica propia del esculpir pasa a gobernar, en
este punto, la lógica interna de la actividad matemática. Así, por ejemplo, es
evidente que el escultor nunca podrá extraer tanta sustancia como la que contiene el bloque, pues en tal caso se
quedaría sin sustrato para su
estatua, por lo tanto (y este ‘por lo tanto’ hace referencia a una causalidad
metafórica) tampoco podrá sustraerse de
una magnitud[13] otra tan
grande como ella. Tan carente de sentido sería la actividad del escultor que
pulveriza por entero su bloque de piedra hasta quedarse sin estatua como la del
matemático que, tras efectuar las sustracciones ‘4 -1=3’, ‘4 –2 =2’ y ‘4 –3 =1’,
intentara proseguir hasta ‘4 – 4’, momento en el que se quedaría sin resto[14].
El ‘genio griego’ no puede concebir nada parecido a lo que hoy nosotros
llamaríamos ‘cero’. Y es el análisis metafórico de uno de sus conceptos
matemáticos el que nos lo revela y nos sugiere las razones sociales y
culturales de esa incapacidad.
Pero,
¿qué ocurriría si nuestro escultor tallara su estatua para un público que en la
desaparición de la materialidad de la obra experimentara, no la angustia del
griego ante la irrupción del vacío, sino un especial goce estético?[15]
Ocurriría sencillamente que nos habríamos trasladado, por ejemplo, a la China
antigua, y que esta traslación local y social habrá implicado un cambio radical
en la traslación metafórica con que ahora se intente pensar el mismo problema:
el problema de restar entre sí dos números.
En la
China de los primeros Han podemos observar que el problema de ‘restar’ una
cantidad de otra se plantea de manera bien distinta: el foco que ahora actúa como
sujeto de la traslación metafórica no es el de la ‘sustracción’ sino el de
la ‘destrucción mutua’ (xiang xiao)
entre dos entidades que se oponen entre sí. En China dos números no se restan como si la sustancia del uno se
extrajera de la del otro sino como si
esos dos números fueran dos contrarios que se oponen o enfrentan el uno al
otro. Por lo tanto (y este ‘por lo tanto’ vuelve a denotar una causalidad
metafórica), ahora sí es posible que dos fuerzas enfrentadas, como pueden ser
las de dos ejércitos enemigos, se ‘hagan desaparecer’ o ‘se aniquilen’ (jin) la una a la otra si las fuerzas
están ‘equilibradas’ (qi tong). Todos
estos términos en cursiva, propios del campo bélico, son los que aparecen en
los textos matemáticos clásicos para nombrar esa operación que nosotros, bajo evidentes
reminiscencias griegas, llamamos ‘resta’. Y por
eso en estos textos sí podemos encontrar abundancia de ejemplos en los que
la operación ‘4 – 4’ tiene pleno sentido. Como también lo tiene la operación ‘4
-5’ si ese signo ‘menos’ es el término de
una metáfora que tiene como sujeto la
‘oposición de contrarios’: tan plausible es que si 4 palillos rojos se
enfrentan dos a dos –‘aniquilándose mutuamente’- con 5 palillos negros acabe
sobreviviendo 1 palillo negro, como que si son 5 los rojos y 4 los negros sea 1
rojo el superviviente. En cambio, ¿qué haría nuestro escultor griego si, una
vez aniquilado todo el bloque de piedra, se le pidiera que siguiera extrayendo
material? Diría que es absurdo, como seguirá diciéndolo de los números
negativos D’Alambert en los artículos mencionados de la Enciclopedia.
La
diferente construcción metafórica en uno y otro caso del concepto ‘resta’
(cuyas raíces socio-culturales exploramos en E. Lizcano, 1993) condicionará el
desarrollo de las matemáticas durante más de veinte siglos, aunque las
habituales historias de esta disciplina ignoran por completo esas condiciones
sociales determinantes para ofrecer a cambio las habituales reconstrucciones ad hoc, en las que los problemas y sus
conceptualizaciones se presentan como impulsados por una racionalidad interna
que les fuera propia cuando esa
racionalidad es impropia, metafórica.
Hasta
aquí hemos atendido a la dimensión poética de los conceptos científicos, al
proceso de su hacerse (poie´w = ‘hacer’, ‘construir’). El
socio-análisis metafórico asiste entonces al momento en que los conceptos aún
se están acuñando, sea en la mente de un pensador individual sea en las
réplicas y contrarréplicas que se cruzan en un debate científico en el que aún
no se manejan conceptos asumidos por la comunidad científica implicada. Sin
embargo, la mayoría de los conceptos científicos se nos presentan no en su
hacerse sino como ‘hechos’, como términos propios y no como términos de una metáfora original
constitutiva, como lo que se han llamado ‘cajas negras’ en cuyo contenido no
puede estar indagando el investigador que los emplea sin verse permanentemente
obstaculizado, cuando no paralizado. El concepto es útil en la práctica
científica ordinaria precisamente cuando se olvida su carácter de concepto, es
decir, cuando se olvida que ha sido previamente concebido, y concebido
metafóricamente. Por eso dice Nietzsche (1990, 25) que es “en virtud de esa
inconsciencia, de ese olvido [como] se adquiere el sentimiento de verdad”. Los
conceptos científicos, para que funcionen sin problemas dentro de cierto
paradigma, exigen ser tratados como cajas
negras cuya constitución interna debe ignorar el científico si no quiere
empantanarse permanentemente[16].
Dos son
los niveles de depuración y olvido que hacen posible el uso y circulación de
los conceptos. El primero es intrínseco a la actividad misma de la metáfora. El
término de ésta recibe propiedades
del sujeto que no son apropiadas para
el objetivo que se persigue al metaforizar, propiedades que deben
depurarse, dejarse de lado y olvidarse.
La vejez es un atardecer pero no es un atardecer; para que la metáfora funcione
debemos abstraer o sustraer de la imagen de un atardecer propiedades no
pernitentes para el efecto metafórico (como el que cierre un ciclo de 24
horas). La ‘mecánica celeste’ newtoniana traslada a los cielos o al cosmos toda
una serie de características y problemas
propios de las máquinas que en su sociedad empiezan a adquirir un papel
relevante: la necesidad de un constructor, la regularidad de su funcionamiento,
el consumo de energía, la reversibilidad del tiempo, o la optimización de su
rendimiento y su capacidad de producir trabajo (lo que trasladará al cosmos
conceptos tan puritanos como el de ‘esfuerzo’ (F = m×a) o como el de ‘trabajo’ (T = F×s)). Pero no
siempre se considerarán atribuibles al cosmos todos esos rasgos de las
máquinas, unas veces se ignorarán unos y otras otros. Este primer de olvido (de
los aspectos no pertinentes de la analogía subyacente) es condición necesaria
para que funcione la metáfora.
Pero hay
un segundo nivel de olvido más decisivo todavía, pues relega lo olvidado a un
nivel inconsciente –como ya apuntara Nietzsche anticipando a Freud- desde el
cual actuará con mayor eficacia. Se trata ahora de olvidar, no sólo los rasgos
no pertinentes de la analogía latente, sino de olvidar también la existencia
misma de tal analogía. Comoquiera que era esa analogía la que daba sentido -al dar orientación- a la
metáfora, ésta queda ahora literalmente sin sentido, reducida a un puro significado, un mero concepto opaco
que no deja traslucir el desplazamiento metafórico que, sin embargo, le presta
su vitalidad. Los conceptos son así metáforas que hemos olvidado que lo son.
Veamos un ejemplo.
En la metáfora ‘mecánica
celeste’ subyace la interacción entre dos campos, el de la máquina y el del
cosmos. Cada uno de ellos por separado, antes de venir a mezclarse/distinguirse
mediante el establecimiento de la metáfora mencionada, parecen constituir
campos autónomos, donde los conceptos propios de cada campo se nos presentan
como conceptos puros, no metafóricos. Sin embargo, ya el concepto ‘cosmos’ es
un concepto metafórico: kosme´w era el
verbo empleado en la antigua Grecia para designar, entre otras cosas, la
actividad del jefe militar al disponer sus tropas para la batalla. La relación
que establece el griego con una naturaleza entendida como ‘cosmos’ se
manifiesta así como una relación bélica: un lugar a ordenar y conquistar. Con
el paso de los siglos, esa analogía subyacente se ha olvidado y hemos llegado a
tener al concepto ‘cosmos’ como un concepto neutro, no valorativo; sin embargo,
aquel sentido original sí ha permanecido adherido al concepto, pero a nivel
inconsciente, y seguramente no es ajeno a él el modo en que nuestra
civilización ha orientado su actitud hacia la naturaleza desde entonces hasta
nuestros días. La identificación de la metáfora que alimenta un concepto cuya
condición metafórica nos había pasado desapercibida permite así considerar tal
concepto como un síntoma a través del cual se manifiestan las fuerzas latentes
que lo animan.
Cabe así
hablar de metáforas vivas y metáforas muertas. Las primeras se caracterizan
por mantener viva la ficción, la conciencia del ‘como si’, al no ocultar la
analogía que las hace posibles. Son las metáforas que se presentan como
‘hallazgo poético’, pero también las que impulsan el momento poético, intuitivo
o creativo de las ciencias: la formulación de hipótesis o conjeturas, el
tratamiento de un problema geométrico como
si fuera algebraico, etc. Ante una metáfora viva el lector/oyente es
consciente de que está, efectivamente, ante una metáfora. Metáforas muertas
son, por el contrario, las que ya no se perciben ya como tales metáforas, sino
como conceptos bien definidos, cuando no ocurre que pasan por ser la realidad
misma (como ocurría con el ‘cosmos’, antes de ponerlo entre paréntesis). Ahora
bien, este olvido de la ficción original, lejos de desactivar la potencia
metafórica, la refuerza, pues al mantenerla inconsciente impide la percepción
de la tensión que bulle bajo la metáfora y, en consecuencia, hace imposible el
control sobre la ficción que la instituye. Cuando usamos este tipo de
conceptos, más bien son ellos los que nos usan, imponiendo a nuestro discurso
una lógica que nos es ajena y escapa a nuestro control. Propiamente, no se
trata tanto de metáforas muertas cuanto de metáforas
zombies.
Ciertamente, estas metáforas
muertas -o, al menos, muchas de ellas- fueron en un momento metáforas vivas,
siendo -tanto sus autores como los oyentes- conscientes de su carácter
ficticio, pero el tiempo y el uso las fueron desgastando, pasando a formar
parte del acervo léxico de la lengua común y de los conceptos y operaciones
formales y habituales de las ciencias. De ahí que su identificación como tales
metáforas, su puesta entre comillas,
sea el primer paso para poder recorrer en sentido inverso su historia y
descubrir en ella la acumulación de adherencias culturales que aún hoy le
prestan secretamente un sentido que escapa a la conciencia[17].
Si, en
consonancia con este enfoque, pensamos las metáforas como instituciones
sociales, la metáforas vivas pondrían de manifiesto la actividad social instituyente mientras que las metáforas
muertas reflejarían lo instituido de
todo proceso de institución. En las primeras, la puesta en conexión analógica
de dos campos semánticos concretos no es arbitraria, no se debe -o, al menos,
no se debe sólo- al ‘genio individual’ o a la ‘feliz ocurrencia’ del poeta o el
investigador. Son cada sensibilidad cultural y cada contexto concreto (por
ejemplo la meta que persigue cierta línea de investigación y las hipótesis que
asume) los que hacen posible que, al instituirse una metáfora, ciertos campos
puedan sentirse como próximos -y, por tanto, susceptibles de analogía- o, por
el contrario, imposibles de conectar (no es otra, por ejemplo, la función que
tienen los tabúes sobre los que se
instituye cada sociedad). Aunque la primera
formulación de cierta metáfora sea una ocurrencia individual, no por ello la
operación metafórica deja de ser una operación social. Primero, porque sólo
determinadas configuraciones y sensibilidades sociales hacen posibles -o, por el
contrario, impensables- determinadas ocurrencias. Segundo, porque esa metáfora
supera el carácter efímero de la mera ocurrencia y pasa a ser moneda corriente
sólo cuando su uso se generaliza, es decir: 1) cuando tiene sentido para -y
permite decir algo nuevo a- una comunidad concreta, ya se trate de una
comunidad lingüística amplia en un cierto estado de evolución de la lengua, ya
sea una comunidad lingüística restringida, como lo son las comunidades
profesionales o científicas; y 2) cuando consigue imponerse a otras posibles
metáforas en pugna, imposición que -por su propia condición- es en buena medida
retórica, es decir, causada por la mayor capacidad persuasiva que para cierta
comunidad de hablantes tiene esa metáfora sobre las metáforas eventualmente concurrentes.
La principal dificultad que tuvieron que
vencer los conceptos del electromagnetismo en el momento de instituirse fue el
rechazo social, compartido por la comunidad científica, a cuanto evocará
‘acción a distancia’ o tuviera cualquier otra connotación mágica o animista,
creencias de una época que ciertos grupos querían superar. En la Grecia
clásica, era tabú correlacionar analógicamente el campo del número y el de las
formas geométricas, que se percibían como fuertemente heterogéneos, pero la quiebra
del mundo clásico y la emergencia de otras sensibilidades culturales reprimidas
por aquél, sí permitirá ya a Diofanto establecer esa analogía y poner los
fundamentos del álgebra. En cambio, los campos de la geometría y de la biología
sí se percibían como campos asemejables, susceptibles en consecuencia de
alumbrar metáforas verosímiles, por
lo que pudieron instituirse, alli y entonces, conceptos metafóricos tan fuertes
como los de ‘raíz de un cuadrado’ o ‘vigor (du´namis = ‘potencia’) de un segmento’. Son factores sociales
y culturales los que restringen así el abanico de todas las analogías y
metáforas posibles, presentando a la intuición de la actividad instituyente tan
sólo un número limitado de posibilidades abiertas. El momento instituyente o vivo de la actividad metafórica mantiene una cierta conciencia del
‘como si’, aspira a establecer una solución verosimil,
en el interior del marco de creencias, intereses y expectativas de un cierto
grupo o cultura.
La
imposición de cierta metáfora viva sobre eventuales metáforas alternativas, o
sobre otras metáforas muertas a las que consigue sustituir, generalizará y
reiterará su uso hasta que, con el paso del tiempo, se convierta en una
expresión habitual -para cierta comunidad lingüística- y llegue a tenerse como
expresion propia, no metafórica. En este punto la fluidez del trasvase de
significados se solidifica –mejor diríamos: se con-solida- y la conciencia del
‘como si’ queda relegada al inconciente del grupo social, proceso en el cual lo
verosimil pierde lo que tenía de
‘simil’ para quedar instituido como
mero ‘vero’: la nueva forma de lo
verdadero. El concepto así
consolidado, ahora metáfora zombie,
actuará ya como cualquier otra institución social para quienes, no habiendo
asistido al proceso de su hacerse, lo
asuman como un hecho: la regularidad
y reiteración de uso reforzará el consenso en torno a su veracidad e incluso su
naturalidad, su internalización por los individuos fijará
ciertas creencias y modos de conducta, su carácter coercitivo reprimirá
cualquier intento de cuestionamiento,
relativización o perspectiva alternativa, su condición de evidencia
compartida normalizará los discursos y las conductas, su sustrato (metafórico) inconsciente será fuente de
consecuencias no previstas y no buscadas, etc.
En este proceso de fosilización
progresiva de las metáforas para devenir conceptos técnicos o términos del
lenguaje ordinario, la carga simbólica del sujeto
de la metáfora que actuó originariamente como foco resulta desecada en la categoría del mero signo lingüístico, la tensión de la ficción que aún latía en la
metáfora se distiende en la –aparente- estanqueidad del concepto, la polaridad
de la analogía subyacente se disuelve en pura igualdad o identidad. McCloskey (1990,
111ss) ha puesto de manifiesto cómo el signo matemático de ‘igualdad’ que
aparece en las ‘funciones de producción’ oculta la analogía implícita que
permite asociar los contenidos de cada uno de ambos miembros de la ecuación.
Efectivamente,
la forma actual de expresar las ecuaciones matemáticas presenta un buen ejemplo
de este proceso de paso del símbolo al signo, de la analogía significativa (‘»’) a la
igualdad (‘=’) in-significante. Pues, ¿qué es el signo ‘=’ que une/separa los
términos de una ecuación sino el vestigio de aquel ‘como si’ que enlazaba los
campos que venía a asemejar la analogía? Buena prueba de ello es que en toda la
matemática de estirpe griega, incluida la proverbial capacidad del álgebra
simbólica (!) árabe para la abstracción, la discusión de la ecuación de segundo
grado ax2+ bx + c = 0 no se
hará a partir de esta sencilla expresión (como se hace hoy incluso en la
escuela elemental) sino a partir de una engorrosa distinción entre tres casos
posibles, cada uno de los cuales se discutía por separado: i) ax2 +
bx = c, ii) ax2 = bx + c,
iii) ax2 + c = bx. La razón es clara, y -una vez más- metafórica: a
ambos lados de la ecuación es necesario que haya ‘algo’ pues para poder
establecerse una analogía es preciso que haya dos campos que se pongan en
relación; entre un campo (‘ax2
+ bx + c’) y una ausencia de campo (‘0’) no hay relación (‘ecuación’)
posible. Sólo cuando esa ausencia sea pensable como un campo semántico en sí
mismo (lo que no ocurrirá hasta que haya un cambio cultural radical o que nos
traslademos varios siglos atrás a una cultura radicalmente diferente como la
china) podrá pensarse y escribirse algo tan sinsentido -para una mentalidad
como la griega- como equiparar ‘algo’ y ‘nada’, es decir, escribir ‘ax2
+ bx + c = 0’. En general, podríamos decir que bajo toda ecuación late una
analogía que soporta una metáfora. Ignorarlo es lo que permite trabajar con la
ecuación como si fuera un mero instrumento, neutro y no valorativo, pero es lo
que permite también que los intereses, los valores y los pre-juicios
cristalizados en el signo ‘=’ no dejen de actuar aunque nos pasen
desapercibidos.
Aunque este tipo de análisis se muestra especialmente
apropiado ante los conceptos técnicos y científicos, para los que el mecanismo de depuración y olvido es sistemático y
corporativo, no deja de mostrar su virtualidad ante los términos y expresiones
del lenguaje corriente y moliente,
donde tal mecanismo actúa de modo espontáneo en el molerse y depurarse de las palabras al correr de boca en boca. Con
ocasión de cierta exposición oral de estas cuestiones ante un público de
físicos, matemáticos e ingenieros, un oyente me lanzó a bocajarro: “De verdad,
¿tú cres que vale la pena el tiempo que has invertido esto?”. Tras el inicial
sobresalto, con su benévola colaboración y la ayuda del resto, improvisamos un
análisis metafórico de su propia expresión, cuyo resultado podría transcribirse
como sigue.
Una expresión habitual como "Vale la pena el tiempo
que has invertido en esto" sólo revela todo su sentido al desenterrar en
ella dos metáforas latentes: m1) ‘Invertir tiempo’, m2)
‘Valer la pena’. Estas metáforas, a su
vez, se construyen desde las analogías respectivas entre los campos (ver Figura
2): a1) Tiempo y Dinero (T»D), a2) Pena y Bienes (P»B),
entendiendo por ‘bienes’ el “conjunto de pertenencias que poseen algún valor”.
La correlación entre tiempo y dinero aporta a
cada uno de ambos polos características que, propiamente, pertenecen al otro;
así, expresiones como ‘ahorrar tiempo’, ‘perder el tiempo’ o ‘tiempo
invertido’, hablan del tiempo como dinero (T como D), es decir, toman al dinero
como sujeto proyectando sobre el
tiempo (ahora término) la experiencia
que tenemos de aquél: el tiempo es algo que se ahorra, se pierde o se invierte.
Inversamente, la percepción del dinero como algo que fluye (‘flujo de
capitales’, ‘liquidez monetaria’) y se va de entre las manos proyecta sobre el
dinero una determinada experiencia del tiempo (D como T). La
institucionalización de ambos grupos de metáforas en nuestra cultura contamina
a cada uno de los campos (T y D) de la manera en que se experimenta el otro,
hasta el punto de que llegan a percibirse como sinónimos (T=D): hablamos de
‘asegurar la vejez’ en lugar de ‘asegurar el dinero para la vejez’ porque esta
segunda expresión ha llegado a ser un pleonasmo: para aquellos grupos sociales
en los que los seguros y la búsqueda de lucro se dan por supuesto, acumular años es
acumular dinero.
Sin
embargo, la posibilidad de que esta analogía resulte tan fluida arraiga en la
convergencia de una serie de sustratos socio-culturales que han permitido unas
muy singulares concepciones del tiempo y del dinero. Sólo desde una cultura
que, como la judeo-cristiana, entiende el tiempo como una flecha unidireccional
en progreso constante puede ponerse ese
tiempo en correlación con el dinero; pero, por otra parte, sólo desde otra
cultura que, como la de la burguesía moderna, hace del dinero un equivalente
universal de valor puede ese dinero
asimilarse a una línea recta continua susceptible de asociarse con aquel tiempo
lineal. Desde otra concepción del tiempo, como puede ser la circular en las
sociedades agrícolas, esa analogía es imposible, o bien -de establecerse- daría
lugar a una percepción del dinero como algo que, al irse acumulando, vuelve
cíclicamente a su valor inicial. E inversamente, desde unas culturas que
desarrollan distintas series numéricas para enumerar y valorar distintas clases
de bienes (y que carecen, por tanto, de un equivalente universal de valor),
unas culturas que tienen monedas distintas para clases distintas de objetos, la
analogía entre dinero (es decir, distintos dineros) y tiempo proyectaría sobre
éste la multiplicidad de aquél, y daría lugar –como, de hecho, da- a la
posibilidad de tiempos distintos para las distintas clases de objetos. Sólo la
conjunción de ambas culturas, judeo-cristiana y burguesa, en las mentalidades
protestante e ilustrada abrirá la posibilidad de una analogía coherente entre
dinero y tiempo desde la cual lleguen a poder instituirse metáforas como ese
‘tiempo invertido’. Esas instituciones básicas en nuestra sociedad que son el
Tiempo y el Dinero quedan así reflejadas, pero también reforzadas en su
internalización, cada vez que se habla –y se oye hablar- de ‘invertir tiempo’.
Una
hermenéutica paralela para la expresión ‘valer la pena’ nos remite a la
consideración de la pena como un bien, algo que se posee (‘dar pena’,
‘quitapenas’), algo, por tanto, susceptible de valor y cálculo (‘mucha/poca
pena’, ‘apenas’, ‘le cayeron 10 años de pena’). En griego, poinh’ (de donde, en latín, poena) tiene el significado de multa o penalización (la cantidad a
pagar por un rescate, por ejemplo). Aquí sería la conjunción de esa pena
greco-latina, mensurable, con la valoración positiva (un ‘bien’) del sacrificio
que hace el cristianismo la que dotaría de sentido a ese ‘valer la pena’. Esta
expresión carecería de sentido desde otra concepción de la pena, por ejemplo,
desde una concepción de la pena como algo carente de valor o como algo que no
se puede tener sino que más bien es ella la que le tiene a uno, como en la
copla popular que recoge A. Machado: “Tengo una pena, una pena, / que casi
puedo decir / que yo no tengo la pena: / la pena me tiene a mí". Al
invertir el sentido de este grupo de metáforas, la consideración de un bien
(como ‘la vida’) en términos de pena daría lugar a metáforas como las de la
derecha de la Figura 2.
Instituidos
así , por una parte, el tiempo en términos de dinero (T como D) y, por otra, la
pena en términos de un bien (P como B), sólo falta que los campos de ambos
sujetos metafóricos (D y B) se asimilen mediante una analogía también
instituida (D » B) para que ambos campos lleguen a identificarse (D =
B) y pueda tener sentido entender T como P, es decir, el tiempo (invertido)
como una pena (que vale). Pero ciertamente la analogía entre bienes/valores y
dinero parece bien establecida en las sociedades modernas[18],
como prueban metáforas tan consolidadas como ‘la vida sube’ (de nuevo, ‘el
precio de la vida sube’ sería un pleonasmo pues la vida es su precio) o ‘apreciar/despreciar’ (donde la valía que se
reconoce o se niega se dice en términos monetarios). Así, esa susceptibilidad de la pena para devenir
objeto de valor y cálculo es la que hace posible asimilarla a un tiempo
percibido en términos de dinero (expresión también de valor y objeto de
cálculo), de modo que la metáfora ‘valer la pena el tiempo invertido’ (metáfora
ahora de segundo orden, pues en ella sujeto
y término son a su vez conceptos
metafóricos) resulte una expresión no sólo posible sino natural y evidente. Esa
naturalidad con que tal expresión se emite y se entiende señala precisamente el
proceso de naturalización ideológica que han sufrido todos los contextos
socio-culturales mencionados, sin los cuales una expresión así no sería posible
ni, menos aún, tan trivial y opaca como lo era para aquel escéptico
interpelante (que, con todo, se despidió asegurando que valió la pena haber
puesto durante un rato su expresión entre comillas, aunque nada me dijo del resto del tiempo perdido).
A esta
institucionalización de los términos y expresiones del lenguaje ordinario, se
añade -en el caso de los conceptos científicos- una segunda segunda
institucionalización, ésta ya consciente, sistemática y corporativa. Buena
parte del trabajo científico consiste, efectivamente, en depurar –escrupulosa y
metódicamente- aquellas metafóras instituyentes que estuvieron en el origen de
una hipótesis o concepto nuevos de toda la ganga de adherencias simbólicas,
tomadas del lenguaje común o del de alguna otra disciplina científica. Se ha
llegado incluso a afirmar que la única diferencia entre el texto científico y
el literario se cifra en la cantidad de recursos retóricos puestos
corporativamente en juego para impedir aflorar toda la actividad social en que
se sustentan, actividad social que aquí se nos ha manifestado en la
construcción metafórica de los conceptos. La institucionalización del concepto
así reelaborado por la comunidad científica se refuerza, además, constantemente
a través del sistema educativo, en el que el significado de los conceptos
científicos nunca se presenta genéticamente (es decir, recorriendo sus
diferentes reelaboraciones históricas, todas metafóricas) sino mediante puras
–o sea, depuradas- definiciones formales.
En esta
operación orwelliana de reescritura incesante[19],
el sentido simbólico de la metáfora matriz se vacía en el mero significado
formal y, en un segundo momento, éste significado se vacía a su vez –tanto más
cuanto la disciplina científica en cuestión más se acerca al ideal matemático
de todas las ciencias- en el puro significante, en expresiones que no tienen
otro sentido ni sigfnicado que el que les prestan las reglas del juego formal
en el que se inscriben, es decir, el que les atribuye la sintaxis que articula
su funcionamiento operacional. Lo cual queda de manifiesto paradigmáticamente
en la institucionalización de los conceptos matemáticos, como quiere mostrar el
siguiente ejemplo.
6.1. La ‘’ : un concepto agrícola.
Seguramente
nunca hasta este momento el lector, convenientemente socializado en ciertas
matemáticas, se habrá parado a pensar que la ‘raíz cuadrada’ es un concepto
metafórico. De una raíz, puede predicarse
con propiedad que sea profunda, comestible o -en todo caso, y ya trasladándonos
del ámbito botánico al geométrico- fractal, pero ¿cuadrada? Aquí conviene hacer
una precisión: la expresión ‘raíz cuadrada’
es una abreviatura de la expresión original ‘raíz del cuadrado’, por lo que es
en ésta en la que nos centraremos. En los momentos en que tal concepto es aún
una metáfora viva, la comunidad matemática aún no ha canonizado una expresión
entre todas las que circulan. Aún en el llamado Renacimiento, el portugués Pero
Nunes habla de “lado criando
cuadrado”, mientras que para el italiano Bombelli se trata de “el lado de un
número no cuadrado, el cual es imposible de poder nombrar, pero se dice Radice
sorda, o bien indiscreta, como sabemos”. En la cita de Bombelli se manifiesta
ejemplarmente la situación que teorizábamos en el § 4.2., cuando el científico
focaliza metafóricamente en un sujeto
el concepto que aportará la solución a un problema, solución que aún le resulta
“imposible de poder nombrar”. Y, como un bricoleur,
al decir de Lévi-Strauss, va ensayando con términos que recoge del lenguaje
corriente: ‘radice sorda’, ‘radice indiscreta’, ‘lado criando cuadrado’... Es
precisamente esta ebullición instituyente la que nos pone en la pista de las
connotaciones y evocaciones que una particular visión del mundo pone en juego para
construir el concepto. El término ‘sordo’ hace referencia al hecho de que –aún-
no puede nombrarse o decirse ni, por tanto, oírse. Pero términos como ‘radice’
o ‘radix’ o el de ‘criar’ en Nunes indican que se está estableciendo más o
menos inconscientemente una semejanza entre un campo geométrico (en el que hay
objetos como ‘lados’ y ‘cuadrados’) y otro biológico (en el que hay ‘raíces’ y
‘crianzas’). Esta semejanza es la que hace posible la analogía:
Raíz Lado
---- =
-----
Planta
Cuadrado
Es decir, la relación de un lado con su cuadrado (o
sea, con el cuadrado que lo tiene por lado) es como la relación de una raíz con
la planta a la que sustenta. De esta analogía se sigue la metáfora ‘raíz del
cuadrado’ al tomar la raíz como sujeto
(sobre el que se focaliza el problema de nombrar el lado de un cuadrado dado) y
el cuadrado como término; operación
sibólica que acabará institucionalizandose en el término ya técnico de ‘raíz’.
La conexión de la metáfora con el concepto actual puede hacerse restableciendo
todas las elipsis que ha ido introduciendo el trabajo de depuración y olvido
que ha llevado de la primera al segundo: calcular (lo que seguimos
expresando como extraer la raíz de 9)
es hallar la longitud del lado capaz de criar o engendrar un cuadrado de
superficie 9. Tal solución o raíz es 3 porque el cuadrado –que se engendra a
partir- de 3 es 9 (o, más depurado aún de significados adheridos, 32=9).
Figura 3
La biologización de las formas geométricas no parece
en los textos matemáticos medievales y renancentistas una operación metafórica
sino literal. Para unas sociedades aún fundamentalmente agrícolas y, en buena
medida, animistas, nada más propio que percibir un segmento como algo dotado de
vitalidad y potencia propia, capaz de engendrar y alimentar o criar algo que
crece nutriéndose de él; y recíprocamente, no menos natural es concebir ese
algo (el cuadrado) enraizado en un suelo (el lado) que lo nutre y aporta su
sustancia, posibilitando su despliegue para ir haciéndose espacio (Figura 3).
Pero tampoco ahora estamos haciendo poesía, o al menos no más de la que hacían
los matemáticos de la época cuando hacían matemáticas. Los términos nuevos
empleados en la descripción anterior son usados como términos matemáticos en
los textos griegos o en sus traducciones latinas, que es donde se inspiran los matemáticos renacentistas. Así,
Euclides habla de la ‘potencia’ (dunamiV) del lado para referirse al cuadrado,
término que en los textos latinos se traduce por substantia. De modo que hablar de cuadrados que extraen su sustento
o sustancia de una raíz que les presta su potencia no es –para esas sociedades-
ninguna figura poética, sino una expresión literal, es decir, una expresión propiamente matemática.
Pero la lógica que impone la metáfora a la
construcción de conceptos y resolución de problemas científicos no se limita al
momento instituyente de aquélla sino que seguirá gobernando la lógica de la
investigación durante todo el tiempo que cierta tradición de investigación
–como la del álgebra durante casi dos milenios- la mantenga como concepto. Así,
la toma de conciencia -propia de la sensibilidad manierista- de los recursos
retóricos del lenguaje y, en particular, de la metáfora como generadora de
nuevos significados (véase, por ejemplo, la obra de Rabelais), será la que
permita poner entre comillas una expresión como ‘raíz cuadrada’, es decir, ver
en ella lo que hay de metáfora, de ficción, en lugar de tomarla como una
expresión natural. Sólo desde esa
conciencia del carácter metafórico de la raíz cuadrada podrá la ficción
prolongarse más allá de sí misma y conceder sentido –para los matemáticos manieristas-
a una expresión como ‘raíz cuadrada de un número negativo’, que es por completo
incoherente con la asociación entre ‘lado’ y ‘raíz’ que proponía la analogía
latente bajo la metáfora original ¿Cómo puede –si no es por ficción, convenio o
artificio- un lado/raíz engendrar, no un cuadrado/planta, sino la falta del
mismo?. La misma conciencia de que la ficción y la metáfora engendran
realidades nuevas es la que logrará, en pintura, que trucos como el trampantojo
y la perspectiva resulten realistas y,
en matemáticas, que los ‘números ficticios’ se tomen como verdaderos números. Y
serán de nuevo razones -o sinrazones- culturales las que, con el neo-realismo
que sucederá a su vez al barroco, exigirán tomar las metáforas al pie de la letra, por lo que volverán
a quedar sin sentido esos números ‘imaginarios’, ‘ficticios’ o ‘absurdos’[20].
La historia de la operación matemática ‘raíz cuadrada’ exige así -para poder
ser entendida en toda su profundidad- pensarse como la historia de una
operación metafórica, sujeta por tanto a los mismos avatares que irán sufriendo
los demás lenguajes (literario, pictórico, filosófico...) -avatares que, por
cierto, en nada se parecen a ese progreso acumulativo del saber con que suele
falsearse la historia de las ciencias.
El sujeto de la metáfora, ése en el que se
focaliza la resolución de los problemas científicos, no es ese objeto
encastrado en el aparato ideal de la lengua que habitualmente manejan los
lingüístas, sino un sujeto histórico y social[21].
Y, paralelamente, las soluciones y conceptualizanes que van adoptando los
problemas científicos son también constitutivamente históricas y sociales. Así, buena parte de lo que se tiene como
historia externa de la ciencia es
historia interna. La evolución del
álgebra, por ejemplo, es indisociable de la evolución de las relaciones que
mantiene el hombre con las plantas y la tierra, que irán modificando las
connotaciones que el sujeto metafórico
‘raíz’ traslade en cada momento y lugar al término
algebraico correspondiente. Para el hombre
griego, el medieval e incluso el renacentista, arraigados todos
ellos a la tierra, es natural percibir
un cuadrado como algo también enraizado
en el suelo, del cual extrae –como casi todo en su mundo- su sustento o sustancia. Para él la expresión ‘raíz
del cuadrado’ es más literal que metafórica. Esa expresión empieza a percibirse
como metafórica cuando, con el Barroco, el centro de gravedad de la vida social
se desplace del campo a las ciudades. Las condiciones para que los cuadrados se
desarraiguen sólo se darán con la violencia de ese desarraigo general que
supondrá el paso del orden medieval al orden burgués, donde ya no será la
tierra -y, con ella, los bienes
también raíces, como los cuadrados-
la principal generadora de valor y riqueza.
Se impone aquí una
observación: la metáfora es mucho más que la analogía, y el análisis metafórico
alcanza más calado que el basado en la consideración de las teorías científicas
como modelos analógicos, al modo de los emprendidos por M. Black o M. Hess.
Como habíamos señalado, la analogía es reversible, la metáfora no. La metáfora, al estar orientada, condiciona el sentido de los significados que
transporta. Por ello, el establecimiento de una analogía en un momento
determinado no implica la emergencia de todas las metáforas que esa analogía
hace posibles. Una vez más, son factores sociales los que seleccionan qué
metáforas, de entre las permitidas por esa analogía, emergerán efectivamente. Así, la percepción de las
figuras geométricas en términos vegetales que, como hemos visto, se da en
ciertas épocas históricas no conlleva la percepción inversa, es decir, la de
los vegetales y seres animados en general en términos geométricos. Para que
una raíz pueda llegar a pensarse como cuadrada habrá de invertirse la
perspectiva, de modo que el mundo de la vida -y, en particular, el de las
plantas- llegue a poder pensarse more
geometrico, lo cual no ocurrirá hasta la época de Galileo, en la que ya sí
es pensable una naturaleza escrita en lenguaje matemático. El cubismo no será
sino la apoteosis de ese racionalismo para el que ya sí resultan naturales los
pechos cónicos, los bodegones con frutas cúbicas y las raíces cuadradas.
La
circulación de metáforas entre las disciplinas científicas es uno de los
recursos heurísticos más frecuentes y poderosos[22].
Sin embargo, cuando esta circulación se orienta hacia hacia formas de discurso
a las que se concede un ‘nivel de cientificidad’ más bajo que el de las
ciencias ‘duras’ –como es el caso de las ciencias sociales, la filosofía y el
lenguaje ordinario- a la traslación de significados característica de toda
actividad metafórica se añade la pretensión de importar el prestigio social de
que gozan aquellas ciencias en las sociedades modernas. El objeto de la
metáfora, como hemos visto, es poder alojar en el lenguaje un problema o
acontecimiento que por su oscuridad es aún inefable, usando para ello el
conocimiento que se tiene de otro ámbito. Pero, en los casos citados, la traslación
de significados no sigue este camino sino el contrario: en lugar de intentar
nombrar lo opaco y oscuro mediante lo evidente y claro, son los tópicos y
conceptos comunes los que se formulan en los términos más pedantes y
esotéricos. De vehículo de conocimiento, la metáfora pasa a serlo de ocultación
e ininteligibilidad. En esto, Sokal (1997) ha acertado a concentrar en la
filosofía francesa la denuncia que ya Andreski (1973) hiciera extensiva a todas
las ciencias sociales (psicología, sociología, antropología, economía, etc) sin
distinción de lenguas, de disciplinas
ni de orillas del océano (Merton, Parsons, Lévi-Strauss...).
En
ocasiones, con la aparente pretensión de aportar rigor y precisión, se consigue
un grado de imprecisión que raya en el absurdo: «un problema de ‘proporciones inmensas’» contradice, con su falta de medida, la
mensurabilidad que exige el concepto matemático de proporción. Otro tanto
ocurre con esas ‘inmensas mayorías’,
que para ser mayorías han debido previamente poder medirse. Así mismo, mal
puede ‘sobredimensionarse un
problema’ cuando, precisamente por ser un problema, no le es aplicable en
ningún sentido el concepto también matemático de ‘dimensión’. La lista sería interminable: ‘parámetros sociales’, ‘coeficientes de peligrosidad’, ‘coordenadas políticas’, ‘niveles de desarrollo’, ‘despejar la incógnita (sobre una
candidatura)’, ‘ser funcional’, ‘sumar voluntades’, ‘factores
sociales’, ‘hombre medio’[23],
‘ponderar un asunto’, ‘gradientes de tensión (laboral o
política)’, ‘incrementos culturales’...
Con
frecuencia, esas metáforas instituidas proyectan sobre lo social categorías
planas y mecánicas que tienden a borrar todo rastro de heterogeneidad y
antagonismo. Toda la jerga funcionalista y neo-funcionalista, enriquecida hoy
con los aportes de la informática, es un buen ejemplo, pero también lo son
expresiones aún más generalizadas. Conceptos como ‘segmentación social’ o ‘sectores
sociales (o productivos, o culturales)’ reducen la percepción de lo social a la
imagen de una línea, susceptible de segmentarse, o de un círculo, divisible en
sectores circulares. Ese ‘espacio social’
al que se llama ‘sociedad’ incorpora así todas las propiedades específicas de
esos objetos matemáticos que son la recta de los números reales y el círculo
definido en Â2, como son el estar constituidos por puntos homgéneos, el que a cada
uno de ellos se les pueda atribuir una magnitud (y, por tanto, sumar, restar,
etc.), el que se encuentren totalmente
ordenados, el constituir conjuntos densos
y compactos, etc.
Sin
embargo, esto no parece ser óbice para superponer a esas metáforas matemáticas
otras metáforas mecánicas totalmente incongruentes con ellas. Hablar del “peso específico de un sector social” no
sólo supone pensar lo social como un fragmento de superficie circular sino
atribuir a esa superficie una propiedad física como el ‘peso específico’ que no
puede tener. Sin embargo, estas metáforas imposibles (imposibles como
operaciones conceptuales, aunque bien posibles –y aún habituales- como operaciones
ideológicas) son moneda corriente: “ciertos ‘sectores (o segmentos) sociales’
han gravitado hacia posiciones extremas”, el “peso de otros ‘sectores (o segmentos) sociales’ otorga una mayoría aplastante”, la “inercia de
ciertos ‘parámetros políticos’ produce un incremento
negativo en los ‘niveles de
confianza’ de los ‘sectores deprimidos’
”...
La
incorporación metafórica de conceptos científicos al lenguaje corriente -a
través de esa jerga común a políticos, periodistas, empresarios, sindicalistas,
economistas, miembros de la administración y científicos sociales- resulta
especialmente preocupante por cuanto, lejos de aportar mayor rigor conceptual o
expresivo, empobrece un lenguaje capaz de un conocimiento mucho más rico y
matizado que el que se transporta (U. Pörksen, 1995). Las consecuencias pueden
ser funestras para las propias ciencias, pues el lenguaje ordinario, del que
ellas mismas extrajeron sus conceptos, y ahora empobrecido por ellas, es el
mismo del que habrán de seguir extrayéndo sus conceptos en el futuro.
La
construcción y uso de conceptos sociológicos se mueve entre dos extremos. Por
un lado, la traslación metáforica de conceptos elaborados por las ciencias matemáticas
y naturales, por otro, la incorporación ingenua de términos del lenguaje
ordinario y, particularmente, de las jergas de ciertos grupos sociales
(empresariales, políticos, burocrático-administrativos) con los que el
sociólogo mantiene especial comercio, y no sólo lingüístico. En el primer caso,
lo que se gana en supuesto prestigio y aparente cientificidad se pierde, como
acabamos de ver, en rigor y coherencia conceptual y en claridad expresiva; en
el segundo, se incorporan acríticamente al lenguaje de la disciplina los
valores, intereses y visión del mundo propios de esos grupos particulares, lo
que tiene importantes efectos a la hora de estudiar, por ejemplo, situaciones
de conflicto en las que están implicados algunos de esos grupos. Pero en ninguno
de ambos casos suele procederse a ese trabajo de depuración y refinamiento que
hace de la metáfora un concepto preciso e integrado en un cuerpo teórico[24]
coherente y con capacidad explicativa o interpretativa. Si bien esto hace de
muchos conceptos sociológicos fácil diana para un análisis socio-metafórico
como el aquí ensayado, también lleva a este tipo de discursos a moverse entre
el despropósito teórico, la complicidad ideológica con ciertos intereses de
grupo o de clase, y un oscurantismo sólo proporcional a la trivialidad de sus
conclusiones.
Esta
situación, decíamos, cobra un relieve especial cuando el sociólogo estudia
conflictos sociales en los que aparecen implicados grupos de cuya lenguaje
específico -y, por tanto, de sus intereses y presupuestos- toma el sociológico
prestamos metafóricos. Así, en los conflictos entre la administración y la
industria, por una parte, y colectivos ecologistas y la gente afectada por un
problema medioambiental, por otra, los análisis en términos de ‘impacto social’ (de una tecnológía o de
la ciencia, en general) asumen la perspectiva de una de las partes, de la que
el sociólogo resulta aliado inconsciente; lo que no quita para que, en estos
casos, la propia comunidad científica sea la primera en recurrir -por boca de
sus portavoces cualificados- a metáforas cuya impropiedad habitualmente
denuncia -ya reivindicando ‘los intereses
de la sociedad en su conjunto’, ya
denunciando ‘la oleada de
irracionalidad’ o la amenaza de ‘invasión
por las pseudociencias’ (E. Lizcano, 1996).
La beligerancia de
la terminología sociológica resalta en especial en los estudios sobre el
desarrollo, cuya conceptualización dominante exhibe todo un rosario de
metáforas bélicas que articulan todo el análisis[25]:
‘estrategias de desarrollo’, ‘ejes de actuación’, ‘políticas de intervención’, ‘actividades poco
productivas con un alto nivel de
mortandad’, ‘estrangulamientos al
desarrollo’, ‘lucha contra los
obstáculos a la modernización’, ‘pérdida
de posiciones de ciertos sectores
productivos’, ‘resistencia de ciertos
frentes del sector informal’... La progresiva consciencia de que, en todo
conflicto social, una de las batallas principales se dirime en torno a imponer
al oponente el uso de las metáforas propias, y con ellas la propia visión del
conflicto y de su solución, está llevando en los últimos años a ciertos
movimientos sociales, cada vez más numerosos en el llamado Tercer Mundo, a
abandonar el lenguaje del desarrollo y la modernización: “Lo que ahora debemos
desafíar es la idea misma del desarrollo: la adopción de un emblema universal
para la transformación social de muy diversos modos de vida, que expropia la
dignidad de la gente, su confianza en sí misma, sus sueños propios, y debilita
sus capacidades y destrezas” (G. Esteva, 1995: 53 ).
Alli donde las formas de producción y de vida (y de
hablar) siguen siendo básicamente las tradicionales, las metáforas –y, por
tanto, los intereses y objetivos- de las ciencias duras, las de las ciencias sociales y las de las tecnoburocracia a
menudo se perciben como metáforas solidarias entre sí, cuya potencia
instituyente se opone a las metáforas locales ya institiuidas y transmitidas
por la tradición a través de leyendas, fórmulas cristalizadas, refranes,
recitaciones orales, etc. (J.D. van der Ploeg, 1990). El antagonismo de las
metáforas en juego se ve reforzado en aquellas ocasiones en las que los
espacios físicos desde los que se construyen las respectivas metáforas son
espacios enfrentados, como pueden serlo el mar y la tierra[26].
Así, conceptos como ‘cultivos
marinos’, ‘agentes de extensión pesquera’ (por analogía con los ‘agentes
de extensión agraria’), ‘aguas territoriales’, ‘sector marisquero’, ‘explotación
marina’, ‘bancos de peces’...
manifiestan la percepción del ‘mar’ en
términos de ‘tierra’ (y, además, la de la tierra como tierra de conquista),
como es propio de quienes viven en la
tierra y en la tierra tienen los despachos en los que trabajan. A quienes viven
la mayor parte del tiempo en el mar y tienen en él su lugar de trabajo, esas
metáforas, por muy instituidas que estén como conceptos para otros, son
metáforas vivas, que a menudo se perciben como impropias, cuando no literalmente
opuestas. En la ‘mesa de negociaciones’ o en los cursos de formación para
mariscadoras, más que expresarse el conflicto, ya se ha resuelto: una de las
partes en conflicto ha traido al hombre y a la mujer de mar, literalmente, a su terreno: ése en el que ya sólo tienen
sentido ciertas metáforas y, por
tanto, ciertos modo de vida y concepciones del mundo. La oposición, a veces con
violencia física, entre mariscadoras, mariscadores y pescadores de bajura del
litoral gallego y la administración de la Xunta se expresa –y, en buena medida,
se dirime- en torno a metáforas como las anteriores. Y los compromisos de los
científicos implicados (sean oceanógrafos o biólogos, sean economistas o
científicos sociales) se expresan -y se establecen- así mismo en la coherencia
o incoherencia de sus conceptos metafóricos con las metáforas claves del
lenguaje de cada una de las partes en conflicto.
Son numerosas las ocasiones en que la alteridad del
objeto de estudio obliga al investigador social riguroso a volverse sobre su
propio sistema conceptual, para lo que un análisis socio-metafórico como el
propuesto puede ofrecer también una herramienta reflexiva.
De aquella tajante escisión entre expresiones propias y figuradas, propia de la tradición heredada, se siguen, en particular, los distintos criterios de demarcación aún vigentes, sean los que separan a las ciencias de las supersticiones o seudo-ciencias, o a las ciencias duras de las blandas, o a la propia ciencia como un todo de la literatura. Incluso quienes, como el primer Bachelard, conceden cierto papel a las metáforas en la actividad científica, siquiera sólo sea en ese momento poético de la ciencia que es la formulación de hipótesis y conjeturas, consideran que esas irrupciones metafóricas son un obstáculo posterior para el desarrollo de la ciencia, un obstáculo que, como tal, debe ser cuanto antes perseguido y reducido. Momento en el cual puede volver a hablarse propiamente de ciencia. Sin embargo, la relativización y la difuminación de la distinción entre significados propios y significados metafóricos que hemos venido observando, conlleva también la relativización y difuminación de los diferentes ámbitos de demarcación mencionados. El análisis socio-metafórico parece llevarnos a concluir efectivamente que la principal -si no la única- diferencia entre ciencias físicas y sociales, y, más aún, entre el lenguaje de las ciencias en general y el lenguaje literario, o incluso el propio lenguaje corriente y moliente, está en el grado de acorazamiento frente al análisis que han ido adquiriendo sus metáforas, en la resistencia institucional que los conceptos científicos son capaces de oponer a su deconstrucción en tanto que conceptos metafóricos y sociales.
Terminemos haciendo terciar este método en una polémica bien actual, la del asunto Sokal. No le falta razón a éste cuando arremete contra filósofos y sociólogos que usan a su antojo conceptos científicos sin saber de lo que hablan. No es en ese terreno en el que polemizaremos con él, sino en el suyo propio: en el uso que él mismo hace de los conceptos científicos sin saber tampoco de lo que habla.
En su reciente denuncia de las Imposturas intelectuales que, a su
juicio, caracterizan a la posmodernidad, compara a Lacan con Woody Allen, pues
le parece "preocupante ver nuestro órgano eréctil identificado con la raíz
de menos uno" (A. Sokal y J. Bricmont, 1997: 32). Efectivamente, Lacan, en sus Écrits afirma que "el órgano
eréctil viene a simbolizar el lugar del gozo (...), en tanto que parte faltante
de la imagen deseada: por eso es igualable a la raíz de menos uno". Nada
tiene eso que ver, por supuesto, con ese concepto de ‘unidad imaginaria’ con
que lo enfrenta Sokal, ése con el que el álgebra moderna redefine la ‘raíz de
menos uno’, ése que alguien le enseñó a nuestro físico algún día, en pleno auge
de la moda bourbakista, en una clase de matemáticas y en el que se agota su
conocimiento del asunto. Esa ignorancia matemática
es precisamente la que le permite afirmar que nos encontramos ante una metaforación
abusiva, ante unos “cálculos que son pura fantasía”. Al margen de que pueda
hablarse con propiedad de una fantasía que sea pura, si Sokal hubiera sabido
que ese mismo calificativo fue el que empleó Descartes, no para los cálculos de
Lacan, sino para los cálculos de Cardano y Bombelli con números ‘imaginarios’,
se habría ahorrado esa exhibición de ignorancia matemática. Efectivamente, el
científico puede trabajar con los conceptos de su disciplina en la medida en
que ignora su constitución interna, es decir, metafórica, pero la utilidad que
le aporta la ignorancia sobre el contenido de esas cajas negras con las que
trabaja, no sólo no disculpa tal ignorancia sino que la revela constitutiva de
su propio trabajo.
No cabe duda de que
Lacan -y él mismo lo dice- extrapola metafóricamente un concepto matemático
para conceptualizar un concepto psicológico, el del ‘deseo’. Pero, como ya
vimos (§ 6.1), ese concepto matemático era a su vez una extrapolación
metafórica, ni más ni menos abusiva, de una concepción biológica. Como ponen de
manifiesto más de dos milenios de historia de las matemáticas (para quien no
crea que éstas nacieron el día que se las enseñaron en clase), en la
institucionalización del concepto ‘’ los matemáticos lidian durante siglos –y en cada uno de una
manera diferente- con el problema de hacer coherentes dos metáforas
antagónicas. Por un lado, el problema de la ‘’ , es decir, el problema de hallar ‘aquello que está en la
raíz de una potencia’ (la potencia cuadrada: dunamiV), aquello que la
origina. Por otro, el problema del ‘-1’, es decir, en términos de Diofanto (que
no era poeta ni psicoanalista), el problema de la ‘ausencia’ o ‘falta’ (leipsiV). La conjunción
de ambos problemas en el problema de atribuir significado a ‘’ podría enunciarse literalmente
-es decir, matemáticamente- como el problema de hallar ‘aquello que está en la
raíz de una potencia que, a su vez, consiste en una falta’. Que la ‘potencia’
se asocie con el deseo y que la ‘raíz’ de éste se busque en una ‘falta’ (del
objeto deseado) no parece descabellado[27].
Podemos seguir a Sokal
cuando denuncia el uso de las matemáticas y la jerga científica para oscurecer
el asunto, siempre que su lista abarque tanto a ciertos filósofos como a
numerosos científicos (médicos, economistas, estadísticos, etc.), tanto a
posmodernos como a modernos realistas ilustrados con los que parece alinearse.
Podríamos haberle seguido incluso si, analizando efectivamente la metáfora lacaniana, hubiera observado esa falta de
rigor en su trabajo de traslación metafórica que le permite alterar los
términos de la proporción analógica. Pero no podemos seguirle en el rotundo
desconocimiento de las matemáticas que le lleva a afirmar que “los términos
‘irracional’ e ‘imaginario’ no tienen nada que ver con su significación
ordinaria o filosófica” (p. 31), pues es precisamente de su significación en el
lenguaje ordinario de donde extraen
no sólo su nombre sino su capacidad –o no- para resover problemas y el modo en
que los resuelven, e incluso su significado y su funcionamiento actuales.
Los
conceptos científicos no nacen ya armados, como Atenea de la cabeza de Zeus,
sino que lo hacen de ese hervidero de metáforas latentes que es el imaginario
social. Y ningún científico ni seudofilósofo puede reclamar como propiedad
corporativa lo que tomó del acervo lingüístico común -aunque lo ignore- y a ese
acervo sigue perteneciendo[28].
Cuando se toma escuetamente la última reconstrucción teórica de un concepto
científico y se pone en lugar de toda
la compleja red de elaboraciones y reelaboraciones que de ese concepto han ido
tejiendo las diferentes sensibilidades sociales a lo largo de la historia,
entonces sí debe hablarse literalmente de impostura,
y no sólo intelectual.
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[1] Este texto integra y amplía las exposiciones del autor en el VI Congreso Español de Sociología, en la Facultad de Matemáticas de la Universidad de La Laguna y en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Las Palmas, éstas últimas dentro del ciclo sobre “Matemáticas y cultura” organizado por el Seminario Orotava de Historia de la Ciencia (octubre´ 97`).
[2] Estos autores conceden
ciertamente a la metáfora una capacidad de modelar el conocimiento y la
conducta en la que ya apunta cierta proyección social; no obstante, su naturalismo empirista funda toda
actividad metafórica en una última
instancia que sería la experiencia corporal, una experiencia que se supone
genérica (el ‘cuerpo humano’) y, por tanto, a-histórica y a-social. No es difícil mostrar que tal experiencia
del cuerpo está, a su vez, mediada socialmente y que, por tanto, ‘el cuerpo’ no
es ninguna última instancia sino,
también él, una construcción metafórica más.
[3] Es de justicia resaltar que,
justo en el momento en que esta tradición se reinstaura definitivamente en sus
variantes racionalista y empirista, se abre una perspectiva alternativa que
quedará sofocada por el ascenso de una burguesía que encuentra en el cogito cartesiano y en la razón
ilustrada su expresión más cabal al tiempo que la forma de discurso más
apropiada para su legitimación . Efectivamente, en el humanismo que se expresa
en lengua castellana, y de modo muy singular en ese anti-Descartes que es
Baltasar Gracián (véase Hidalgo-Serna, 1993), se perfila toda una teorización sobre
la metáfora que incluye sus componentes cognitivo (es decir, como modo de
conocimiento opuesto al que opera por conceptos abstractos) y social (es decir,
como conocimiento enraizado socialmente a través de la situación concreta del
discurso y del anclaje de éste en el habla popular). Serán la lectura de
Gracián por Nietzsche, y las que después hagan de éste Foucault y Derrida, las
que reactualicen hoy aquel enfoque frustrado en su mismo embrión.
[4] Por lo común, suele hablarse
-y así lo haremos también nosotros- indistintamente de ‘semejanza’ y de
‘analogía’, sin reservar para ésta la estructura de proporcionalidad matemática
que le asigna Aristóteles.
[5] La línea de demarcación entre significados propios e
impropios, es decir, entre lo que puede predicarse con propiedad de algo y lo
que no, se deduce de la pertenencia o no del tal algo a cierta especie o cierto
género. Así, por ejemplo, para la tradición aristotélica, al constituir la
aritmética y la geometría géneros diferentes (y, por tanto, incomunicables
entre sí), la traslación de conceptos o resultados de la una a la otra no puede
ser sino una traslación impropia, es decir, metafórica. Pero será hablando
impropiamente, es decir, metafóricamente, como Diofanto establecerá un puente
entre ambos géneros sobre el que se construirá esa magnífica impropiedad que es
el álgebra actual.
[6] Baste recordar la definición
habitual que formulara Dumarsais en su célebre Traité des tropes: “la metáfora es una figura por medio de la cual
se transporta, por así decir, el significado propio de una palabra a otro
significado que sólo le conviene en virtud de una comparación que reside en la
mente”.
[7] Es de justicia señalar que
el mismo Aristóteles (Poética, 1457b)
también establece, junto a la división ‘propio/impropio’, la distinción
‘corriente/insólito (o metafórico o decorativo o ficticio)’. Y aclara: “llamo
‘corriente’ al que [aquí] todos utilizan; ‘insólito’ al que utilizan los otros,
de tal manera que el mismo nombre puede ser a la vez insólito y corriente,
aunque no para los mismos [sujetos]: sígunon, por ejemplo, es corriente
para los chipriotas e insólito para nosotros”. Frente al fijismo esencialista
de la primera división, la definición de metáfora incorporaría ahora los usos y
hábitos lingüísticos (‘insólito’ = lo que no suele decirse) y a los sujetos y contextos de enunciación (los
chipriotas, todos [los de aquí]). Consecuencia de ello sería una concepción
relativista y social de la metáfora (lo
que es corriente –o propio- para los
chipriotas es insólito –o metafórico- para
nosotros, o viceversa) muy próxima a la que aquí proponemos, aunque no sea
la que desarrollará Aristóles ni la tradición occidental dominante.
[8] Véase E. Lizcano (1983).
[9] Véase F. Vatin (1993).
[10] De la generalidad de este dispositivo
doble de focalización/evocación da una idea el que se corresponda bastante
aproximadamente con el doble movimiento de desplazamiento/condensación que
-para Freud- permite interpretar el simbolismo onírico, así como también con la
articulación metáfora/metonimia que -para Jakobson- estructura cualquier forma
de lenguaje. La ventaja que, para nuestro propósito, tiene el modelo
sperberiano sobre los otros dos es doble, pues -por un lado- permite incorporar
factores tanto individuales como colectivos, tanto intelectuales como
emocionales, y -por otro lado- se trata de un modelo que pone el énfasis en lo
cognitivo, en lo que dicho dispositivo tiene de específico para construir
conceptos y conocimientos nuevos
[11] Los límites que la selección
de ese sujeto metafórico impone a la
operación matemática de ‘la resta’, aún siendo culturales, son tan intrínsecos
a la actividad matemática misma que todavía veintitantos siglos más tarde Kant
discute, en su Ensayo para introducir en
la filosofía el concepto de magnitud negativa, la legimidad de restar entre
sí ciertos números. La asunción de esa metafóra como evidencia literal en nuestra tradición cultural
determina numerosas dificultades matemáticas,
especialmente en la resolución de ecuaciones, como puede comprobarse en los
artículos Équation y Négatif de aquella Enciclopedia que fue emblema de la Ilustración (para más detalles,
E. Lizcano, 1983). Ya entrado el s. XIX, Lazare Carnot aún demostrará (¡) que
“para obtener realmente una cantidad negativa aislada, habría que quitar (retrancher) de cero una cantidad
efectiva, sacar (ôter) algo de nada:
operación imposible”. La inercia de algunas metáforas científicas es una
inercia casi geológica.
[12] La terminología gracianiana
resulta singularmente adecuada para un enfoque socio-cognitivo. El ‘término’
que dará nombre al nuevo concepto que se trataba de acuñar es precisamente el término de la metáfora (en este caso, el
término recibe el nombre del sujeto: ‘sustracción’, si bien en aquél lo
que se sustraen son números en vez de sustancia).
[13] Ya se entienda tal magnitud
como segmento (al modo aristotélico-euclideo), ya como multitud de unidades,
cuentas o psofoi (al modo
pitagórico). En cualquier caso, el número griego es un número sustancial, lleno de sustancia, un número pletórico (el mismo término plhqos que significa ‘masa’,
‘multitud’ o ‘abundancia’, se usa también para ‘cantidad’ y ‘número’).
[14] Esta evidencia matemática es
de tal rotundidad para el espíritu griego que en ella fundamentará Aristóteles
uno de sus argumentos contra la existencia del vacío (Physica, IV). Obsérvese cómo el cierre del círculo metafórico se
convierte en círculo vicioso: la traslación metafórica de la extracción
(física) a la sustracción (matemática) determina la imposibilidad de lo hoy
llamaríamos ‘cero’, y la traslación metafórica de este ‘hecho’ (matemático)
otra vez al campo físico permite concluir la imposibilidad del vacío. Al cabo
de este periplo, el argumento aristotélico se resumiría en: el vacío no existe
porque ningún escultor sería tan torpe o tan insensato como para destruir por
completo el bloque de piedra del que estaba extrayendo una bella estatua.
[15] Esta conjetura no es ninguna
extravagancia impropia, más o menos
justificable por su presunta virtud heurística, sino un hecho bien literal: “Con un modesto pincel, recrear
el cuerpo inmenso del vacío”. Así es como expresa el pintor Wang Wei el
objetivo de un arte con fuerte arraigo popular en la tradición china. (Véase, F. Cheng, 1994).
[16] Cuando el científico
reflexiona sobre sus conceptos, en lugar de limitarse a usarlos tal y como le
han llegado, ya institucionalizados, se arriesga a dejar esa ignorancia al
descubierto (véase el Corolario sobre Sokal al final del artículo).
[17] Esa des-construcción de los
conceptos para excavar las metáforas raíces constituye el proyecto nietzscheano
de una arqueología o una genealogía, que Foucault (1978) y Derrida (1989ª,
1989b)
pondrán posteriormente en
marcha. Véase, para una arqueología de los conceptos matemáticos, E. Lizcano
(1992).
[18] Dicho de
otro modo, la necedad de que habla Machado es entre nosotros necedad social:
"¡Quién fuera diamante puro! / -dijo un pepino maduro. / Todo necio /
confunde valor y precio".
[19] Véanse M. Serres
(1967), S. Woolgar (1991), B. Latour (1992) o D. Locke (1992).
[20] ‘Imaginarios’ les llamó
Descartes “porque sólo existen en la imaginación”, a diferencia de los ‘números
reales’, que sí existen en la realidad. Leibniz, por su parte, los calificó de
‘centauros ontológicos’, pues están “a medio camino entre el ser y el no ser”.
Las metáforas matemáticas podrían multiplicarse, aunque la que acabó
institucionalizándose fue la cartesiana y hoy no se calcula con ‘números
centaúricos’.
[21] Como es sabido, el concepto
‘texto’ es un concepto metafórico construido sobre el sujeto ‘tejido’ (de ahí la urdimbre
de un texto, el hilo de su argumento,
el hilvanar frases, etc.); pero los
sucesivos cambios en el modo de tejer (artesanía doméstica femenina, actividad
gremial, producción industrial, etc) y
en la estimación social de esa actividad irán proyectando sobre el término ‘texto’ –y sobre sus usos y
modos de análisis- las variaciones sociales e históricas que van experimentado
los ‘tejidos’ (véase la Introducción de J.A. Millán y S. Narotzky a G. Lakoff y
M. Johnson, 1991).
[22] Véase, por ejemplo, I.
Stengers (1987), L. Preta (1993), K.
Hayles (1993) o toda la obra de M. Serres.
[23] Sobre el lenguaje de la
estadística y el del Estado como “hechos que se construyen entre sí”, en un
incesante préstamo recíproco de metáforas, puede verse A. Desrosières (1993,
1995) o C. Javeau , “De l’homme moyen à la moyenne des hommes: l’illusion
statistique dans les sciences sociales”, en V. De Coorebyter (1994).
[24] Ciertamente, no pueden
decirse dos palabras seguidas sin que nos asalten las metáforas. Ésta del
‘cuerpo teórico’ pertenece a esa familia formada por ‘cuerpos sociales’,
‘cuerpos electorales’ y otros ‘cuerpos (más o menos) místicos’ que tienden a
naturalizar el campo analógico respectivo (epistemológico, social, político o
religioso).
[25] Este ejemplo y el siguiente
están tomados de sendos trabajos de investigación realizados por alumnos del
Curso de doctorado que imparto en la UNED sobre “Ciencia, metáfora y sociedad”.
Del primero, debido a Angel Rivero, puede verse un resumen en “Territorio versus planificación: metáforas del
desarrollo”, Archipiélago, 34-35
(1998): 108-115. El segundo es un estudio aún en curso a cargo de Mercedes
Fernández Gestido, un avance del cual fue objeto de la comunicación
“Conocimiento científico y saber popular: un conflicto sobre la mar y los
peces”, VI Congreso Español de Sociología, La Coruña, 1988.
[26] Véase nota anterior.
[27] Este tipo de análisis podría extendenderse a las restantes evidencias de Sokal. Por ejemplo, sólo se puede afirmar que ‘cero’ es “forzosamente [un número] racional” (p. 31) cuando se ignora que ‘cero’ no era ni siquiera un número para Euclides (al que acaso Sokal excluya de la nómina de los matemáticos, pese a ser el padre de la disciplina) y que su status como número ha sido discutido por los mejores matemáticos hasta épocas muy recientes. De hecho, su actual definición como ‘cardinal del conjunto vacío’, es decir, como “número de elementos que contiene un conjunto que no contiene ningún elemento” dista mucho de ser forzosamente evidente. A no ser que la fuerza que hace de ‘cero’ un número sea la fuerza del acuerdo social entre los matemáticos de considerarlo como tal pese a la evidencia en contrario, pero ésa es precisamente la conclusión que más irrita a Sokal.
[28] Tan es así que el propio
término ‘root’ –el mismo empleado para esa ‘square root’ con que se construye ‘’ – se usa en slang inglés como sinónimo de nuestras
correspondientes versiones soeces de ‘pene’. Así lo data el Oxford English
Dictionary desde, al menos, un año tan poco posmoderno como el de 1846. Y desde
ese lenguaje ordinario lo toma, p.e., K. Millet, otro autor tan poco posmoderno
como para definir la inteligencia como ‘masculinidad mental’ y animar a los
buenos escritores a que den ‘ejemplo viril’ al escribir, pues ‘style is root’,
es decir, ‘el estilo es el pene’ (Sexual Politics, III, vii, 329). Si es
demasiado pedir a ciertos físicos que hagan excursiones históricas que les
lleven al significado de sus conceptos, si también parece demasiado hacerlas a
la calle y escuchar a la gente, al menos sí deberían darse una vuelta por la
bibloteca general de su universidad antes de seguir añadiendo pedantería
e ignorancia a la ignorancia y pedantería que dicen querer combatir.